martes, 29 de marzo de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL 3 DE ABRIL DEL 2011


4° DOMINGO DE CUARESMA CICLO A

1 S 16, 1.6-7.10-13 << Falta el más pequeño, que está cuidando el rebaño >>
Sal 22 <>
Ef 5,8-14 << Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz >>
Jn 9,1-41 << Yo he venido a este mundo […] para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos >>

De un pastor que da la vista a sus ovejas
Jorge Arévalo Nájera

¡Ser o no ser…es la cuestión!... Podríamos parafrasear la consagrada frase dicha por Hamlet en el soliloquio de la obra homónima de William Shakespeare y formularla de la siguiente manera: ¡Ver o no ver…es la cuestión!  El drama de Hamlet es precisamente la angustia que le produce el no poder descubrir el camino que le lleve a la posesión del sentido de la vida, que ante sus ojos aparece como un terrible absurdo, un nudo imposible de deshacer. En el fondo, el cuestionamiento que subyace en la afirmación de Hamlet puede tematizarse como la incapacidad de ver el sentido de lo real.
Bíblicamente, el término “ver” tiene una doble valencia simbólica, por un lado tiene una dimensión de apropiación, de dominio, de posesión. El hombre necesita “ver” para dominar la realidad, para aprehenderla, integrarla en sus esquemas interpretativos y proveerla de sentido y finalmente darle una utilidad pragmática.
Esto, que de ordinario es algo que necesitan hacer los hombres para su devenir práctico en la vida y sin lo cual sería imposible lograr desarrollo alguno, en el ámbito espiritual adquiere una connotación negativa. En su relación con el Trascendente, fundamento de la realidad que queda inalcanzable al dominio humano y que por lo tanto es por esencia inmanipulable e inapresable por las categorías interpretativas siempre finitas de la creatura, la categoría del “ver” se torna blasfema y se convierte en intento idolátrico por dominar a Dios. No quiere decir que el hombre haya de renunciar a “ver”, pero su visión no es fruto de su esfuerzo, sino don que viene de lo alto y que requiere de una disposición espiritual previa: ¡La escucha!
Esto responde a la naturaleza misma del hombre, que ha sido creado por Dios como imagen suya, dialogante válido ante Él que es Palabra por antonomasia, comunicación permanente, salida y entrega de continuo. ¿Qué requiere la Palabra sino ser escuchada?
¿No es cierto que nuestra oración se convierte muchas veces en soliloquio estéril, desahogo egoísta de nuestras frustraciones y angustias en el que no dejamos ni un resquicio para la escucha de aquél que quiere comunicarnos su Vida? ¡Dios habla!...si no lo escuchamos, ¿no será que necesitamos revisar profundamente en qué condiciones anda nuestro “oído espiritual”?
Como todo sentido, el oído requiere ejercitarse para no atrofiarse, escuchar a Dios requiere poner todo de nuestra parte, estar atentos permanentemente a su comunicación en aquellos espacios en los cuales él prefiere hablar (los pequeños, los marginados, los excluidos por la sociedad, la oración contemplativa en la que nos callamos y disponemos a la escucha, los hermanos de la comunidad que Dios nos ha regalado, el pastor que nos apacienta, la celebración eucarística en la que sin lugar a dudas Dios nos habla en su Palabra proclamada en asamblea).
Cuando escuchamos, entonces aparece la vista como un don que nos capacita para descubrir en la urdimbre de los acontecimientos –tantas veces azarosos- de la historia, la mano poderosa y el brazo extendido de Dios actuando para liberarnos de la opresión y conducirnos a la tierra espaciosa y fructífera de la plenitud.
Ahora bien, la Biblia parte de la presuposición de que el hombre es ciego, incapaz de descubrir por sí  mismo el sentido auténtico de lo real. Dado el talante plástico del lenguaje semita (pueblos del medio oriente de habla árabe, aramea y hebrea), esta constatación se expresa con imágenes simbólicas y en este caso, se usa la ceguera como símbolo de una ineptitud espiritual más que física y a su vez, la imagen prototípica de la ceguera es la oveja. En efecto, es bien sabido que este animal es prácticamente ciego y que su supervivencia depende totalmente de la conducción del pastor –sobre todo en el contexto semita, nomádico- que con el golpeteo incesante de su cayado va guiando al rebaño a través de las escarpadas montañas del Sinaí. El oído es pues el sentido que permite a la oveja sobrevivir y llegar a los pastizales sabrosos y verdes donde alimentarse y satisfacer su sed.
Por ello, la primera lectura, tomada del primer libro de Samuel, nos presenta el episodio de la elección y unción de David como Rey/pastor de Israel. Este personaje bíblico llegó a representar el ideal del pastor (en un principio, el rey era pastor por antonomasia que conducía al pueblo por los senderos de Yahvé en fidelidad a la alianza). Bien sabemos por los hallazgos históricos, que David fue un estratega militar y político fuera de serie, pero cuya moral no era precisamente digna de ser imitada –baste recordar la jugarreta que hace a su general Urías con tal de quedarse con su bella esposa- y que sin embargo posee un algo que encandila el corazón de Dios <<…el Señor escudriña el interior. >>[1], es simplemente el más pequeño, el insignificante, el que está detrás de las ovejas.
Ya se anuncia entonces una realidad que costará lágrimas de sangre a Israel –y dicho sea de paso a todos los que nos decimos creyentes en el Dios judeo-cristiano-, y me refiero al pastoreo. Y es que es fatigoso someterse a un pastor humano, falaz como todos, pecador como todos y que sin embargo ha sido ungido por Dios y su espíritu está sobre él.
¡Ah! si recordáramos esto cada vez que se nos da una indicación pastoral y la soberbia nos hace creer que sabemos más que el pastor por donde hemos de conducirnos. La cosa es clara y contundente, el pastor que Dios nos ha elegido ha recibido un carisma que nosotros NO TENEMOS y que la obediencia a las directrices pastorales no es optativa si es que queremos ser congruentes con la fe cristiana.
Y seamos más específicos, la obediencia existe verdaderamente cuando acatamos directrices con las que no estamos de acuerdo, ¿estamos realmente obedeciendo cuando la directriz pastoral está totalmente en consonancia con nuestros criterios personales? No se trata de una obediencia servil o acrítica propia del infantilismo espiritual, sino de una obediencia asumida desde la libertad y el convencimiento de que el pastor es la instancia cualificada para guiarme.  Ante el conflicto con las ordenanzas del pastor hay que discernir, cuestionar, informarnos, buscar el consejo de personas doctas, orar y solamente desobedecer cuando en conciencia descubrimos que la ordenanza pastoral es objetivamente contraria al Evangelio, y hago hincapié en esto último, no cuando va en contra de nuestra sensibilidad u opinión personal, sino ÚNICAMENTE CUANDO ES OBJETIVAMENTE CONTRARIA AL EVANGELIO.
Cuaresma es un buen momento para ejercitarnos en el arte de la obediencia, el mejor remedio para la soberbia y el colirio indispensable para empezar a vislumbrar el sentido de nuestra historia y el pastizal de plenitud donde restituir nuestra vida.
Gracia y paz.


[1] 1 S 16, 7b

viernes, 18 de marzo de 2011

LA CUARESMA, ¿TIEMPO DE PENITENCIA O DE CONVERSIÓN?

Jorge Arévalo Nájera
Al inicio de la Cuaresma (Miércoles de Ceniza) y hacia el final de la misma (Viernes Santo), somos invitados por la madre Iglesia a guardar ayuno, pero esto no significa que solamente esos días debamos hacerlo, más bien es un signo litúrgico que a manera de inclusión (principio y fin del tiempo cuaresmal) simboliza una actitud espiritual permanente en la vida del discípulo.
Pero enseguida surge la pregunta ¿por qué debemos ayunar? ¿Qué significado tiene esta práctica? ¿De qué manera me ayuda en el proceso de conversión al que hemos sido llamados cuando se nos impuso la ceniza?
En primer lugar, debemos erradicar la mentalidad que considera al ayuno como una práctica sacrificial de penitencia. En Cristo hemos sido re-creados como hijos del Padre y a Él le ha placido darnos el Reino, vivimos ya en los tiempos escatológicos de la gratuidad del amor desbordante del Padre y todas nuestras culpas han sido clavadas con Jesús en la cruz del Gólgota, el perdón a nuestras transgresiones se nos ha otorgado gratuitamente por el Amor que se nos ha entregado hasta el extremo. Entonces, ha quedado superado el tiempo del sacrificio para obtener de Dios el perdón.
Debemos situarnos en el tiempo de la gracia, de la efusión del Espíritu de Cristo, de las bodas en las que el vino/amor fluye entre los comensales sin conocer agotamiento y entonces, en el tiempo del gozo, del baile, del jolgorio. Pero, ¿no acaso nos han enseñado que la Cuaresma es tiempo de penitencia? ¡Es tiempo de levantar la mirada, de dejar atrás la economía del juicio para abrirnos al mensaje liberador de Jesús! ¡De ningún modo creo que la Cuaresma sea un tiempo para sumergirnos en la mentalidad de Juan Bautista! ¡Por el contrario, creo que es tiempo de conversión, de regreso a la casa del Padre, pero con el corazón desbordante de esperanza porque sabemos que el Padre nos aguarda con los brazos abiertos para llenarnos de besos, colocarnos el anillo de la alianza y revestirnos con los ropajes de las bodas mesiánicas!
En este sentido, la clave para entender el significado del ayuno es la conversión, que no es un cambio moral sino un cambio de la orientación existencial del individuo, la asunción de una mentalidad que dirige la mirada y encamina sus potencialidades al horizonte del amor gratuito como clave interpretativa de Dios y de las relaciones humanas. En efecto, el ayuno rectamente entendido es al mismo tiempo signo de una mente convertida y fuente permanente de la conversión. Si falta lo primero, el ayuno se convierte en rito antiguo, caduco y vacío de sentido cuya finalidad es asegurarnos la benevolencia de la divinidad, y en el fondo, es un medio para acallar la conciencia y una pretensión monstruosa –y estéril- de querer manipular a Dios. Del mismo modo, si falta lo segundo, el ayuno se agota en sí mismo y resulta estéril.
En efecto, la conversión exige el ayuno porque éste es un medio privilegiado para acercarnos a los sufrientes del mundo y la conversión tiende por su misma naturaleza al encuentro con los hermanos. Por un lado, ayunar nos sensibiliza al sufrimiento de aquellos que claman al Padre por alimento que llevar a la boca propia y de los suyos. Así, el recto entendimiento del ayuno deviene en praxis liberadora, en compartición solidaria de lo que somos y tenemos. Por eso, aunado al ayuno, debe existir el movimiento de acercamiento a los pobres, de tal modo que aquello de lo cual me privo se lo comparto a mi prójimo, ¡Cuaresma es tiempo de encuentro fraterno!
Por otro lado, el ayuno despierta la conciencia de que el pan material es relativo (aunque totalmente necesario) y que existe otra realidad que clama por el reconocimiento de su estatuto de absolutez, a saber, Dios mismo. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios”, no es que se niegue ilusamente la necesidad del pan material, sino que éste se mira como un bien subordinado a la Palabra que es capaz de generar corazones dóciles que comparten el pan para saciar el hambre de las multitudes. Sin referencia a la Palabra, el pan es acaparado por unos pocos que explotan y oprimen a las masas derrengadas. El ayuno entonces, debe también ir acompañado de la meditación, escucha y obediencia a la Palabra para cobrar vigencia auténticamente cristiana.
Y esto nos mete entonces en el otro miembro de la ecuación ayuno-oración a que nos remite la conversión. Ayunar sin orar no solamente es absurdo, ¡es incluso blasfemo! Pero es necesario precisar el sentido de la oración cristiana. Orar significa etimológicamente “hablar”, pero dado que Dios se manifiesta como Palabra, entonces él es el fundamento de todo hablar. Muchas veces pensamos –y así lo expresan muchos cristianos- que orar significa hablar con Dios, dirigirse a Él verbalmente para contarle todas nuestras dudas, perplejidades, temores, alegrías, etc.
Pero olvidamos que ante todo, es Dios quien habla y por lo tanto, la actitud básica del hombre es la escucha. ¿No es verdad que muchas veces convertimos la oración en un monólogo en el que la única voz que se escucha es la nuestra? Es verdad que también somos interlocutores válidos ante Dios, Él mismo nos ha creado así, pero eso no significa que sea un diálogo entre iguales, más bien, de la escucha surge la palabra humana capaz de dialogar con su creador, pero esta palabra no necesariamente es  articulación de sonidos, en esencia es palabra muda, contemplativa, receptiva, crística.
Orar, más que hablar con Dios en un momento puntual y concreto es una forma de vida que asume la escucha atenta de la Palabra, la vigilancia permanente para descubrir en los signos de la historia el permanente llamado a la santidad que después habremos de discernir en su concreción histórica. La oración es entonces espacio de discernimiento, fuente de santidad, criterio interpretativo de lo real, origen de la jerarquización evangélica de los valores y lugar de encuentro místico con el Absoluto.
Oración y ayuno aparecen así, en el camino de la conversión, como elementos irreductibles de la misma.
Gracia y paz.

lunes, 14 de marzo de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL DOMINGO 20 DE MARZO DEL 2011 2 ° DE CUARESMA CICLO A


1. Lecturas
Gn 12,1-4a: En aquellos días, el Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.» Abrán marchó, como le había dicho el Señor.
Sal 32,4-5.18-19.20.22; La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
 2 Timoteo1, 8b-10: Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio.
Mt 17,1-9: En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»



2. Reflexión
La humanidad que marcha desde la intrascendencia pueril hacia la visión del Hijo del hombre transfigurado
Jorge Arévalo Nájera
El texto que hoy nos presenta la liturgia de la Palabra como primera lectura, tomado del libro del Génesis, constituye indudablemente una página fundacional para el pueblo de Israel. Se trata ni más ni menos que del inicio de la historia de la salvación mediante el llamado que Dios hace a un ilustre desconocido llamado Abrán para que deje su tierra y sus padres y se ponga en marcha hacia una tierra desconocida, dejando atrás la seguridad de su parentela y su lugar de origen. Según el texto, lo único que mueve al patriarca es la promesa del extrañísimo Dios de las montañas (Yah o Yahu, una divinidad semita) que asegura le dará una tierra en posesión –lo cual es extraño porque a decir del mismo texto, Abrán ya poseía una tierra heredada por sus padres- y una prole tan numerosa que podrá ser llamada “pueblo”.
Pero la cosa no para allí, la promesa también incluye convertirlo en centro que irradie bendición universal para todos los pueblos del mundo e inclusive un anatema para todos aquellos que quieran hacerle daño.  Analicemos con mayor detalle los tres ejes sobre los que gira la nueva vida que el patriarca decide asumir:
1. Tierra abandonada/prometida: La tierra, en la simbólica semita posee -además de la evidente dimensión espacial como lugar físico en el que el ser humano puede desenvolverse, crecer y madurar-, una connotación religiosa, pues la tierra física se convierte en espacio teológico al realizar el culto a la divinidad. Poseer una tierra propia es garantizar la libertad de culto y por lo tanto el encuentro con Dios.  Si ya Abrán poseía una tierra –en la que seguramente se adoraban otros dioses- y Dios le saca de ella para darle en posesión una tierra nueva, entonces de lo que se trata es de deslegitimar toda otra adoración y promover el culto a Yah, que posteriormente será aceptado por todos los clanes o tribus israelitas como el Dios supremo y será llamado Yahvé y en la época de Moisés finalmente será proclamado como el único Dios verdadero.
A nivel espiritual, el texto es prototipo de la vida cristiana y en el periplo de Abrán se prefigura una constante discipular: la marcha, la movilidad permanente, la itinerancia espiritual como punto de partida y permanente clave del seguimiento de Cristo. Abrán se mueve al compás de la voz de Dios, de inmediato, sin chistar, no se pone  a reparar en gastos o en previsiones a detalle, simplemente escucha la voz que le hace una indicación y se pone en marcha abandonando la tierra que le pertenecía –símbolo de la caducidad de los cultos paganos y de la interrelación humana basada en la imagen de la divinidad que esos cultos expresaban- para ir en pos de una nueva tierra donde se adorará al Dios verdadero y en donde se creará una sociedad alternativa fundamentada en la alianza y la fidelidad de Dios. Resulta evidente que para nosotros, los discípulos del siglo XXI, la itinerancia no consiste en el abandono de una tierra física –al menos no en forma general-, pero sí del “lugar” espiritual en el que actualmente estamos situados, pues cualquiera que sea la situación, pronto ha de convertirse –si permanecemos demasiado tiempo instalados en ella- en lugar de opresión, de vacío del Dios nómada al que se le encuentra en la marcha.
Este tiempo de Cuaresma, en el que se nos ha invitado el pasado Miércoles de Ceniza a iniciar un  proceso de conversión de cara a la propuesta del Evangelio, es tiempo oportuno para emprender de nuevo el camino que Dios nos irá marcando con su cayado, levantando la mirada más allá de todo logro adquirido para atisbar la promesa que jalona la historia.
2. Abandono de la casa paterna: La casa es símbolo de la familia, del lugar donde se reciben las tradiciones ancestrales e inclusive la identidad personal. En efecto, en la cultura oriental semita –cuna de la Sagrada Escritura- la persona no se entiende a sí misma como un ser individual desvinculado del clan familiar, su mentalidad es profundamente gregaria y corporativa y la familia es la “célula” primaria donde se introyecta esa mentalidad.
Abandonar la casa paterna no significa simplemente mudarse de residencia para iniciar la vida conyugal, significa dejar atrás el pasado de las tradiciones ancestrales que me dan identidad y me aseguran un lugar al interior de la sociedad. Significa hacerse trashumante, abandonar la seguridad de lo ya conocido para aventurarse en experiencias inéditas que además, al ser iniciativas de Dios, serán incontrolables y por ello mismo generadoras de desazón, de inestabilidad. Pero al mismo tiempo, son espacio privilegiado para el abandono y la confianza, para la apertura a la sorpresa y la experiencia de su providencia y amor inefable.
Permítame Usted, amable lector contarle una experiencia de este tipo. Hace algunos años desperté con la urgente necesidad de ir más allá de una práctica religiosa acomodaticia. Apenas unos días antes había conocido al P. Corres, que hoy –lo digo con orgullo- funge como mi pastor, le hablé por teléfono y solicité una cita para hablar con él. Le presente mis inquietudes y me envió con un querido amigo para ver en que podría yo ayudar en la pastoral que se llevaba a cabo en un pintoresco poblado de la ciudad de México llamado a sí mismo “Pueblo Quieto”. Encaminé mis pasos, lleno de dudas y miedos, lo cual no mejoró mucho al encontrarme con él, pues sin ningún miramiento me encomendó dar un curso bíblico.
Soy por naturaleza tímido y retraído, los públicos numerosos no me atraen pues me causan sensación de inseguridad, simplemente les comento que de pequeño solía esconderme debajo de la cama cuando llegaban visitas y muchas ocasiones me quedaba allí hasta que mi madre me rescataba –ya dormido, claro está- para llevarme a la cama una vez que se habían marchado las visitas. Y ya de más grandecito, cuando por ventura me tocaba exponer algún tema frente al grupo en la escuela, simplemente no dormía bien la semana previa al nefasto acontecimiento.
Ya podrán Ustedes imaginar lo que sentí ante la encomienda de mi querido amigo Carlos Cortés. Sin embargo, cuando me encontré frente al numeroso grupo que aguardaba el curso, me sentí tan inseguro e incapaz de llevar a cabo decentemente la charla, que no tuve otro remedio que abandonarme por completo a la providencia de Dios y con todo el descaro del mundo le dije “Señor, ahora habla tú, ya que me has puesto aquí, supongo que tienes algo que decirle a toda esta gente, porque de plano Yo no tengo la menor idea”.
Y créanme, Dios habló durante dos horas ininterrumpidas. Fue una experiencia inolvidable de la cual hoy mismo me alimento cada vez que debo internarme por senderos desconocidos.
3. La prole: Para la mentalidad bíblica de la época patriarcal e inclusive de todo el Antiguo Testamento hasta antes de la redacción de la literatura sagrada del siglo II a.C, el concepto de “resurrección” o “vida eterna” es desconocido. Esto no quiere decir que no hubiera una orientación hacia la definitividad de la vida, simplemente  no había llegado aun la madurez de la revelación. La manera de expresar esta orientación hacia la permanencia más allá de las coordenadas espacio-temporales era mediante el deseo de una prole numerosa y una larga vida –siempre intrahistórica-. Sabemos que Abrán era estéril y que en esa cultura eso era un estigma terrible que causaba la discriminación y el repudio. Las palabras de Dios debieron significar una terrible motivación para el anciano patriarca y hoy deberían ser también una motivación suficiente para los creyentes del siglo XXI.
¿Cómo entender esa promesa? Ciertamente no en sentido biologicista (incontables hijos consanguíneos), sino en sentido de fecundidad espiritual. Cuando nos atrevemos a marchar al compás de la voz de Dios, encandilados por la promesa de plenitud que encierran sus palabras, no solamente encontramos plenitud personal sino que nos tornamos seres fecundos, portadores del sentido auténtico de la vida, capaces de comunicar vitalmente la Buena Noticia de que Dios camina con nosotros por los vericuetos de la vida y los escarpados montes  de la existencia. Así, seremos nómadas de Dios que marchan incesantemente desde la intrascendencia hasta el Tabor donde se nos transfigura el Hijo del hombre para mostrarnos el destino que nos aguarda.
Gracia y paz.

miércoles, 9 de marzo de 2011

MIÉRCOLES DE CENIZA, ¿UN RITO MÁS O LA OPORTUNIDAD DE NACER DE NUEVO?


Jorge Arévalo Nájera
Hoy la Iglesia católica inicia un tiempo especialmente fuerte dentro de su calendario litúrgico, y me refiero al tiempo de Cuaresma. Seguro estoy que la palabra evoca de inmediato los ricos mariscos, el pescado y el mandato de renunciar a consumir carne, pero, me pregunto si del mismo modo la palabra cuaresma evocará un referente espiritual de profunda conversión personal o se quedará en un simple ritualismo caduco y vacío de sentido (a no ser por los suculentos platillos que nos aguardan en la mesa durante este tiempo).
La liturgia conocida como “imposición de ceniza” llega a su punto culmínate precisamente cuando el sacerdote toma con sus dedos la ceniza (obtenida de las palmas con que se celebró el Domingo de Ramos anterior) y traza una cruz sobre la frente o la cabeza del fiel, acompañando el gesto con alguna de las fórmulas siguientes: “Recuerda que polvo eres y al polvo volverás” o bien, “Conviértete y cree en el Evangelio”.
Hoy quiero compartir con Ustedes una breve reflexión sobre ambas fórmulas. En la primera de ellas, es evidente la alusión al texto de Génesis 2,7 que dice a la letra “Entonces Yahvé Dios formó  al hombre polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.
Desde luego que este no es el lugar adecuado para hacer una interpretación exhaustiva de este maravilloso pasaje bíblico, simplemente haré alusión al significado espiritual de la palabra “polvo” de acuerdo a la teología bíblica. En primer lugar debemos aclarar que el texto no dice “formó al hombre CON polvo de la tierra…”, en el texto original no aparece la preposición “con”, lo cual no es cuestión de incorrección gramatical, sino que tiene una intencionalidad teológica y espiritual. En efecto, si decimos que Dios formó al hombre con polvo de la tierra, de inmediato viene a nuestra mente la imagen de Dios fabricando una especie de muñequito utilizando el polvo de la tierra, al cual posteriormente agregaría el componente inmaterial de su aliento divino.
Sin embargo, lo que l texto quiere decir es que el hombre ha sido creado polvo, que el polvo es una dimensión constitutiva irrenunciable del ser humano. Y entonces se hace necesario aclarar el significado simbólico del “polvo”. Polvo es el hombre en cuanto insuficiencia creatural ontológica, en cuanto finitud e inacabamiento. No es una cualificación moral sino una constatación ontológica acerca del hombre: ¡él es polvo! Ahora bien, dado que es radicalmente polvo, su ser exige por definición la permanente acción creadora de Dios en su ser y efectivamente, el texto nos dice que Dios insufló en sus narices aliento de vida. El hombre/polvo requiere para subsistir y trascender, el aliento creador y vitalizador de Dios. Ambas dimensiones constituyen ontológicamente al hombre, él es siempre polvo-aliento divino, creatureidad insuficiente pero abierta a la trascendencia.
La celebración del miércoles de ceniza hace énfasis en la necesidad de recordar que somos polvo, que sin Dios la vida se convierte en esterilidad, en un círculo vicioso interminable y en un sinsentido brutal. La creatura más astuta de todas, la serpiente antigua es condenada por Dios a arrastrarse y comer polvo para siempre, es decir a ser fagocitada por el absurdo de la caducidad de la vida sin esperanza alguna de levantar la mirada y atisbar un horizonte de plenitud. Tal cosa sucede a todo aquel que desoye la Palabra de Dios y se atiene, para construir su vida a los criterios intramundanos.
¡Escuchemos con el corazón las palabras que nos serán pronunciadas cuando se nos imponga la ceniza y así, recordando y asumiendo que somos polvo, abrámonos a Dios que viene a nuestro encuentro para elevarnos a su gloria!
En cuanto a la segunda fórmula, ésta tiene su origen en el texto de Mc 1,15, que consigna las primeras palabras de Jesús en toda la Biblia, pues debemos tomar en cuenta que el evangelio de Marcos es el más antiguo de los evangelios. Por lo tanto, este relato es programático y sintetiza el mensaje de Jesús. Mc 1,15 dice a la letra “El Reino de Dios se ha hecho cercano, el tiempo se ha cumplido, convertíos y creed en la Buena Nueva”.
El texto está estructurado con dos afirmaciones indicativas (El Reino se ha hecho cercano y el tiempo se ha cumplido) seguidas de dos imperativos (convertíos y creed) y finalmente señalando el objeto del imperativo (la Buena Nueva). La fórmula de la liturgia de la ceniza conserva solamente los imperativos porque su propósito es enfatizar la necesidad de la conversión y de la fe para iniciar el proceso pascual en la vida del creyente.
Sin embargo, me gustaría decir alguna palabra sobre el mensaje global del texto de Marcos a fin de clarificar el sentido de la fórmula litúrgica. Jesús indica que el Reino de Dios, es decir la realización plena del designio del Señor para el hombre y por lo tanto el cumplimiento de los anhelos ancestrales del corazón humano, de alcanzar la felicidad y la eclosión de todas sus potencialidades está al alcance de la mano, que Dios ya lo ha hecho posible. Por otro lado, también indica que el tiempo cronológico en el que discurre la vida humana ha sido transido por la presencia definitiva de Dios y por lo tanto, el tiempo presente es el tiempo de la salvación, que el aquí y el ahora es el lugar del Reino y que ya ahora, inmerso en las categorías espacio-temporales, el hombre puede ser pleno y feliz.
Y precisamente porque el Reino se ha hecho cercano y el tiempo se ha cumplido, es posible convertirse (metanoeite) y creer (pistéuete). La metanoia (meta= más allá y nous= mente) o conversión consiste en un cambio radical de mentalidad, en un ir más allá de la mentalidad imperante que es fruto de las elucubraciones ideológicas del mundo, para abrazar la mente de Dios, la forma de pensar de Cristo, la forma divina de juzgar la realidad.
Esta conversión posibilita la fe, que aquí es entendida en su dimensión antropológica puesto que viene presentada como imperativo, es decir como una exigencia actitudinal que deviene en una ética concreta. Es verdad que la fe también tiene una dimensión teológica (es un don de Dios), pero eso no excluye su componente antropológico (es una actitud que debe asumir el hombre).
La fe entonces en el texto de Marcos es una adhesión existencial y totalizadora a la Buena Noticia que trae Jesús y que es Jesús, porque él no es solamente el portador de una noticia que viene de parte de Dios (como era el caso de los profetas antiguos), sino que él mismo es la Buena Noticia. Creer en Jesús entonces no consiste solamente ni primeramente en asumir intelectualmente la doctrina del Maestro, sino sobre todo en adherirse con todo el ser (voluntad, intelecto, emotividad, etc.) a la persona y mensaje de Jesús.
No cabe duda, ante nosotros se abre nuevamente la posibilidad de una nueva vida en este inicio de la Cuaresma. En nuestras manos está aprovechar este tiempo litúrgico para convertirlo en un auténtico camino de conversión que nos lleve del polvo a la vida en plenitud.
                                                                          Gracia y paz.

martes, 1 de marzo de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL DOMINGO 6 DE MARZO DEL 2011 9° DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A



1. LECTURAS
Deuteronomio (11,18.26-28): Moisés habló al pueblo, diciendo: «Meteos estas palabras mías en el corazón y en el alma, atadlas a la muñeca como un signo, ponedlas de señal en vuestra frente. Mirad: Hoy os pongo delante bendición y maldición; la bendición, si escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy; la maldición, si no escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, y os desviáis del camino que hoy os marco, yendo detrás de dioses extranjeros, que no habíais conocido. Pondréis por obra todos los mandatos y decretos que yo os promulgo hoy.»
Sal 30: A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú que eres justo, ponme a salvo inclina tu oído hacia mí, ven aprisa a librarme. Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte por tu nombre dirígeme y guíame. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo sálvame por tu misericordia. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.
Romanos (3,21-25.28): Ahora, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley. Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna. Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. Sostenemos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley.
Mateo (7,21-27): En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquel día, muchos dirán: "Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?" Yo entonces les declararé: "Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente.»


1. REFLEXIÓN
En la primera lectura se nos presenta un fragmento de ese gran discurso de despedida de Moisés que viene a ser el libro del Deuteronomio. Es concretamente una exhortación que habla de la maldición o la bendición que se derivan de seguir o no seguir a Dios en fidelidad. En la liturgia el texto se utiliza con frecuencia para expresar esa libertad que tenemos para elegir entre el bien y el mal.
Somos libres. La libertad es uno de nuestros grandes dones constitutivos. Podemos elegir nuestro estilo y sistema de vida; pero debemos ser conscientes del costo de nuestra libertad de opción. Toda elección es a la vez una renuncia: elegimos una opción gracias a que desechamos las demás que nos eran posibles. No es posible elegir sin renunciar. Y no podemos dejar de optar ni de renunciar. Es el riesgo de vivir, porque el mero hecho de vivir es elegir, y renunciar. Es decir: nuestra vida no está hecha: la tenemos que hacer, y la hacemos optando, continuamente, día a día. Al ritmo de cada elección. Aunque hay que distinguir cuidadosamente entre opciones y opciones, entre las opciones que comprometen un acto, un rato, un día, una semana... y las que comprometen nuestra vida a largo plazo, o el estado de vida, el tipo de trabajo o la profesión (cuando se puede elegir...); y, aun por encima de estas grandes opciones, queda todavía nuestra «opción fundamental», algo que no queda negado simplemente por un error o un acto menor contrario.
Por lo que se refiere a Dios, él ya hizo sus opciones fundamentales, que deben ser nuestra guía existencial: por el Amor, por la Justicia, por el Mundo, por toda la Vida y por la vida plena, por la Comunión universal...
El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos toca el punto neurálgico de la vida espiritual cristiana: la justificación/salvación del hombre no se debe a las obras sino a la gracia, el hombre se salva no por su esfuerzo sino por la fe. Podría parecer que este axioma[1] teológico no requiere mayor comentario, pero si miramos con atención el modo de proceder de muchos buenos cristianos, no podremos menos que constatar que la religión de la retribución (tú me das y yo te doy, hago tal o cual cosa religiosa y entonces Dios tendrá que corresponderme dándome cosas o bienes) es cosa muy actual y entonces nunca estará de más reiterar que según el conjunto de la revelación bíblica, la gracia tiene primacía sobre las obras y por lo tanto, la libertad del cristiano no se ejerce entre la decisión de optar entre un cierto código moral u otro (obras), sino entre la adhesión existencial y totalizadora a Jesús (fe) o la incredulidad.
El evangelio de hoy, de Mateo, nos presenta la sección final del largo sermón de la montaña. Todo el fragmento que hoy leemos está centrado en el tema de «la primacía del hacer sobre el decir». Es un evangelio con el que sintoniza inmediatamente la cultura moderna, que en los últimos siglos ha sido, fundamentalmente, «filosofía de la praxis»: aunque todo es importante, lo más importante no es el decir, el pensar, el interpretar o reinterpretar, sino el hacer, el construir, el amar efectivamente y el amar con eficacia; no simplemente el decir, o el invocar a Dios, el rezar, ni el culto, sino «hacer la voluntad de mi Padre», llevar adelante el «Proyecto de Dios».
En esto, Jesús recoge y potencia el mensaje que ya elaboraron y anunciaron los profetas, varios siglos antes de él. Fue en el llamado «tiempo axial»[2], cuando, en varias zonas dispersas de la Humanidad, más o menos «simultáneamente», se dio un «crecimiento de la conciencia religiosa». Esta percepción de la primacía del hacer sobre el decir, de la praxis sobre la teoría, del amor-justicia sobre el culto... es tal vez una de las aportaciones más claras que el judaísmo hizo a ese concierto universal de la maduración de la humanidad en el llamado «tiempo axial». De esa madurez hemos estado viviendo en los casi tres milenios transcurridos, aunque hoy todo parece estar indicando que estamos entrando en un nuevo tiempo axial, que exige a la humanidad nuevos «saltos cualitativos» de maduración.
Estos nuevos saltos cualitativos que esperamos, no invalidarán aquellos ya dados, sino que, simplemente, los prolongarán y profundizarán. Mientras, la lección de la sabiduría adquirida por la humanidad sigue vigente, y el evangelio de hoy se encarga de recordárnoslo. Los profetas clásicos de Israel pusieron el amor-justicia, o sea, la construcción de una sociedad humana, justa y feliz, por encima de una religiosidad cultualista (que privilegia el culto) o espiritualista (que se preocupa de lo espiritual en vez de lo material) o intimista (que prefiere la vivencia interior por encima de las implicaciones sociales). «”Misericordia” quiero (o sea, práctica del amor-justicia), no “sacrificios” (sacrificios ofrecidos en el culto, se entiende)», decía paradigmáticamente Oseas (6,6). Jesús, en otra parte del evangelio, pero sobre todo en su vida y en el conjunto de su predicación, recoge y vuelve a proclamar vivamente este mensaje profético, del que el judaísmo tardío se había ido apartando a favor –de nuevo- del cultualismo y del legalismo.
Esta dimensión del amor-justicia vivido con eficacia histórica y privilegiado por encima del cultualismo, intimismo o doctrinarismo, es tal vez el principal legado de la corriente judeo-cristiano-islámica al concierto universal de las religiones, y se originó en ese primer «tiempo axial» del milenio anterior a Jesús, el tiempo clásico de los grandes profetas de Israel. Jesús, como decimos, lo retomó, lo hizo suyo y lo proclamó con prioridad. Pero a lo largo de los siglos siguientes, sobre todo a partir de que el cristianismo fuera “aprisionado” por el Imperio romano y fuera transformado en su «religión» de Estado, esta dimensión esencial pasó a la penumbra, a favor sobre todo del adoctrinamiento (dimensión teórica y ortodoxia) y del sobrenaturalismo (segundo piso, metafísica, la «gracia sobrenatural» que se adquiere principalmente por el culto de la religión...). En este sentido, la llamada “Teología de la liberación” (en realidad todo quehacer teológico debería ser una profunda reflexión sobre la liberación que Cristo es para el mundo) ha jugado un papel importantísimo en la recuperación crística del talante revolucionario del mensaje de Jesús y una bofetada a todo dogmatismo irreflexivo y estéril. Sin embargo, la auténtica liberación no consiste en un mero activismo socio-político desvinculado de la escucha mística de la Palabra, sino en un compromiso con los sufrientes y una lucha frontal contra todo lo que se oponga a la plenitud humana, enraizados en la escucha atenta, en la meditación de la bendita Palabra de Dios que se hace en lo profundo de la conciencia, reducto sagrado e inviolable donde se toman las grandes decisiones a favor o en contra de Jesús y de los hombres.
                                                                                     Gracia y paz.


[1] Un axioma es  una proposición tan clara y evidente que se admite sin necesidad de demostración
[2] Sobre el tiempo axial véase el libro de Karen ARMSTRONG, La gran transformación, Paidós, Buenos Aires - México 2007.