lunes, 20 de junio de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL DOMINGO 26 DE JUNIO DEL 2011- 13° ORDINARIO CICLO A

 
2 Re 4, 8-11.14-16
Un día pasó Eliseo por Sunem; había allí una mujer principal y le hizo fuerza para que se quedara a comer, y después, siempre que pasaba, iba allí a comer. Dijo ella a su marido: «Mira, sé que es un santo hombre de Dios que siempre viene por casa. Vamos a hacerle una pequeña alcoba de fábrica en la terraza y le pondremos en ella una cama, una mesa, una silla y una lámpara, y cuando venga por casa, que se retire allí.» Vino él en su día, se retiró a la habitación de arriba, y se acostó en ella.      Dijo él: « ¿Qué podemos hacer por ella?» Respondió Guejazí: «Por desgracia ella no tiene hijos y su marido es viejo.» Dijo él: «Llámala.» La llamó y ella se detuvo a la entrada. Dijo él: «Al año próximo, por este mismo tiempo, abrazarás un hijo.»
Ro 6,3-4.8-11
¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?            Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.            Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios.        Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.   
Mt 10, 37-42
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará. Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. ¡Amén, amén!, quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, no perderá su recompensa".

Vida que se forja en el vientre estéril y se abre a la eternidad en Cristo
Jorge Arévalo Nájera
Todos los seres humanos, en el fondo, aspiramos a una sola cosa: ¡vida perdurable, vida que venza la caducidad de la carne, vida que nos garantice permanecer más allá de los límites del tiempo!
Este anhelo engloba todas las pulsiones del corazón humano, todos sus sueños de realización, todas sus luchas y afanes. Sin vida permanente todo pierde sentido, se torna gris y fatuo, ¿a qué esforzarse en la lucha contra las adversidades o en el fatigoso ejercicio de las relaciones humanas si finalmente todo acaba en el pavoroso sepulcro? ¿Si la existencia es un eterno círculo asfixiante de eterno retorno?
Sin vida permanente, la conclusión es lógica y lapidaria: ¡comamos y bebamos que mañana moriremos![1], sentenciaba san Pablo como conclusión lógica si la resurrección no existiera.
Las lecturas de este domingo apuntan precisamente a la reflexión sobre la única realidad que merece llamarse con toda propiedad Vida, aquella que es un don de Dios, que es inalcanzable para los meros esfuerzos humanos porque pertenece a una realidad que supera lo intrahistórico al mismo tiempo que lo abarca, pero que precisamente por ello puede abrir horizontes de realización jamás soñados y atraer irresistiblemente al hombre, porque es capaz de abarcar todo el arco de la historia, romper los estrechos límites del tiempo y el espacio y catapultarlo a las alturas de la misma vida divina.
La primera lectura, tomada del segundo libro de los Reyes, recapitula esta esperanza humana en un relato bellísimo, de una candidez que raya en la ingenuidad, pero que precisamente por ello apela a una interpretación simbólico-existencial. Aclaremos esto: el profeta Eliseo –discípulo de Elías- es acogido en la casa de un matrimonio estéril. El varón era considerado en aquella cultura como el depositario de la semilla de la vida y la mujer era solamente el receptáculo que cuidaría dicha semilla. La esterilidad era considerada como una maldición de Dios pues la descendencia era el medio que garantizaba la permanencia del hombre sobre esta tierra.
Ser estéril era estar condenado a ser borrado de la faz de la tierra, de la memoria del pueblo, significaba ser engullido por la nada, haber pasado como una ráfaga imperceptible de viento sin haber logrado absolutamente nada. Sin embargo, esa familia tiene una posibilidad de salir de esta situación de muerte, y radica en su actitud hospitalaria. Y es que la hospitalidad es todo un tema bíblico. No se trata del simple gesto amable de ofrecer un techo y algo de comida al viajero. Es un gesto que significa –siempre en la mentalidad semítica- comunión de vida, que sella una relación de protección y aceptación indeleble, a tal grado que los enemigos del forastero acogido se tornaban enemigos del dueño de la casa, la suerte de aquel al que se le dispensaba hospitalidad era la suerte del anfitrión.
En nuestro relato, el matrimonio acoge ni más ni menos que a un enviado de Dios, a un profeta, a un varón consagrado al servicio del Señor. Acoger al enviado de Dios es acoger al mismísimo Dios. Y esto tiene consecuencias. Dejar entrar a Dios en la propia vida no es un acto inocuo, es abrir las puertas a esa vida de la que hablamos anteriormente, es recibir la alegre noticia de que no todo queda agotado en la caducidad de la historia, es abrirle las puertas a la esperanza de una existencia que explota más allá del círculo mítico del eterno retorno… ¡Dentro de un año, por este mismo tiempo, abrazarás un hijo! El problema es que hospedar a Dios pasa por el hospedaje de sus enviados y eso no siempre estamos dispuestos a hacerlo.
¡Que no me venga ese pecador igual que yo a hablarme de moral y comportamiento ético! ¡Si yo bien que sé de sus debilidades! ¡Cómo quisiéramos que Dios tuviera el buen gusto de no andarnos enviando profetas y se presentara directamente ante nosotros! ¡Así sí que le haríamos caso inmediatamente!... ¿Será? valdría la pena analizar la veracidad o falacia de tal afirmación, ¿no le parece amable lector?
La lectura segunda, tomada de la carta a los Romanos, habla de la doble dimensión del bautismo cristiano: por un lado, está la dimensión de la muerte, sumergirse en las aguas bautismales significa morir a los pecados, a la vida caduca del pecador. Y por otro lado, emerger de esas mismas aguas significa la vida definitiva que el bautizado alcanza por la gracia de Cristo, una vida que queda anclada en la vida de Dios y que se caracteriza por una direccionalidad teológica (vida dirigida radicalmente hacia Dios). Muerte al pecado y vida en Dios son pues las características del cristiano e hijo de Dios al que le es participada la Vida divina.
Pablo está afirmando que aquella perdurabilidad y plenitud intuidas como entre sombras por el hombre, son ya posibles, pero es necesario un paso previo. Ese paso es explicitado en la lectura del evangelio.
En efecto, el evangelio según san Mateo,  nos presenta con terrible claridad, sin ambigüedades ni puertas para fugarnos, la centralidad absoluta de la persona de Cristo, que es La Vida hecha carne. El escándalo del cristianismo es precisamente que afirma que en la carne del Hijo del hombre, de ese Jesús de Nazaret que “pasó por este mundo haciendo el bien[2], se encuentra la única posibilidad de lograr la plenitud anhelada desde antiguo porque ni más ni menos ese hombre es Dios mismo.
Esto significa que en esa carne, en ese modo de ser hombre, en los principios y valores asumidos por Jesús, en sus opciones y preferencias Dios abre la trascendencia para el género humano. Y bien sabemos que para Jesús hacer la voluntad del Padre es su alimento y esa voluntad se presenta prístina en su opción preferencial por los pobres, en su confrontación valiente con los poderosos que oprimen a los pequeños, en su libertad absoluta ante las ideologías de poder y prestigio que tanto amamos los seres humanos, en la asunción de todos los sufrimientos y persecuciones que conlleve hacer la voluntad de su Abbá.
Pasado (simbolizados por los padres) y futuro (vida definitiva) del hombre quedan asumidos y redimidos en la aceptación de Jesús como el único camino a seguir en la historia presente. A tal grado Mateo presenta la radicalidad del seguimiento, que la simboliza con la imagen de la cruz que es análoga al bautismo (el discipulado exige asumir también la dimensión de la muerte que deviene en la recepción de la vida que es Jesús).
Sin embargo, Jesús retoma la difícil afirmación que nos presentaba la primera lectura, ¡Recibir a Jesús sólo es posible recibiendo a sus apóstoles! y para que no quede la menor duda de esto, Jesús utiliza la fórmula por él consagrada –y que en las traducciones desgraciadamente se pierde-: ¡Amén, amén! Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, no perderá su recompensa".
¡Amén, amén! significa que lo que afirma Jesús es irrenunciable para recibirlo a él, que ¡no es posible tener un encuentro con él si no se recibe a sus apóstoles! Aquellas frases tan superficiales que se escuchan en diversos foros “cristianos” y que proclaman la “relación personal con Dios” –y que evidentemente encierran la falacia de que es posible relacionarse con Jesús fuera de la tradición apostólica- son una traición flagrante a la revelación misma de Jesús.
Pero me apresuro a decir que no estoy afirmando que dicha relación personal no pueda existir o que inclusive deba existir, lo que estoy afirmando es que sin ligazón con la tradición que viene de los mismísimos apóstoles –es decir con la Iglesia apostólica- no hay garantía de que en verdad se esté dando una relación con Jesús y se corre el riesgo de una relación idolátrica con un fetiche al que le ponemos una máscara de Jesús.
Así pues, somos llamados a alojar en nuestro vientre estéril una vida que se abre a la eternidad en Cristo.
Gracia y paz.


[1] 1 Co 15,32
[2] Hch 10,38

lunes, 13 de junio de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL 19 DE JUNIO DEL 2011 SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD CICLO A


Ex 34, 4-6.8-9 << El Señor descendió  en una nube y se le hizo presente>>
Sal (Daniel 3) << Bendito sea tu nombre santo y glorioso>>
2 Co 13, 11-13 << La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes >>
Jn 3,16-18 << De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida definitiva >>
El Dios que se nos ha manifestado es el Dios que se ha entregado por amor
Jorge Arévalo Nájera
Hoy, la Iglesia universal celebra el Misterio de la Santísima Trinidad y me parece necesario intentar esbozar una presentación del dogma trinitario desde categorías existenciales más que conceptuales para lograr abrir pautas de aplicación espiritual que incidan y transformen el entorno personal y social de los cristianos del siglo XXI.
Con toda seguridad, el dogma de la Santísima Trinidad, cuya aceptación y confesión constituye la esencia más íntima e irrenunciable de la fe cristiana, a tal grado que sin él es imposible llamarse propiamente cristiano, es sin embargo –y también sin  la menor duda, el menos comprendido y peor aún , el menos “vivido” en la Iglesia de Cristo.
Y esto desde luego, hinca sus razones en primer lugar en el Misterio mismo de Dios, de suyo inagotable y especialmente si se le pretende abordar desde la mera razón que tiende siempre a reducir la realidad en conceptos, porque el concepto es siempre una limitación de la realidad. Ya puede intuirse que tal pretensión, aplicada al Misterio insondable de Dios resulta no solo temerario sino patético y traído resultados lamentables en la vida espiritual de la comunidad creyente y del singular individuo.
Me viene a la mente el conocidísimo relato sobre la experiencia mística de San Agustín, al cual le es revelado en sueños lo ridículo que resulta la pretensión de abarcar racionalmente la totalidad del Ser infinito de Dios (¿puede meterse la totalidad del mar en un diminuto agujero o en la palma de la mano?)
¿Quiere esto decir que debemos renunciar a todo intento por comprender dicho Misterio? ¡De ningún modo!, la fe exige en sí misma la aprehensión intelectual, pues la revelación misma, al darse en un contexto histórico-cultural, resulta de algún modo inteligible y Dios espera -sería absurdo que se hubiera revelado en categorías humanas y no quisiera que el hombre razonara sobre los contenidos de la revelación-. Sin embargo, el razonamiento cristiano parte del presupuesto de la fe, se elabora un juicio racional no para verificar la veracidad del dato revelado, sino para ir descubriendo las infinitas aristas que ese dato aporta para el enriquecimiento de loa vida espiritual.
En este sentido, la teología es servidora de la espiritualidad y debe desembocar siempre en ella, en la mayor comprensión de la revelación con el fin de que el pueblo de Dios que peregrina hacia la patria definitiva, pueda vivir a mayor profundidad lo que ya cree.
Pues bien, la formulación dogmática “Un solo Dios y tres personas divinas” pierde todo sentido y mordente transformador si queremos entenderlo en sentido conceptual, ya que resulta absurdo conjugar la unicidad (un solo Dios) con la existencia tripersonal (tres personas). ¿Cómo entender que una realidad sea al mismo tiempo una y tres?
Sin embargo, si atendemos al sentido que tienen los dogmas en general en la teología católica, podremos atisbar un modo distinto de comprensión. El dogma no pretende agotar el misterio, simplemente delimita la reflexión sobre dicho misterio para asegurar la fidelidad a la revelación sobre determinado tema, en este caso, sobre la Santísima Trinidad.
Pero la formulación lingüística que expresa el contenido vinculante (que obliga y norma la doctrina cristiana) del dogma puede y de hecho debe actualizarse para resultar inteligible y significativa para el hombre de cada época. En el caso específico del dogma trinitario, es indispensable repensar y reformular el concepto de “unicidad” y de “persona” desde categorías interpretativas RELACIONALES-EXISTENCIALES y no individualistas y ontológicas.
Me explico, si pensamos que la unicidad de Dios (un solo Dios) consiste en la supresión de la diferencia (dos seres diferentes no pueden ser una sola realidad), entonces resulta absurdo afirmar que en Dios existen tres personas distintas.
Pero si entendemos la unicidad de Dios como la Comunión de los Diversos, entonces es posible entender que el Misterio de Dios es en esencia unión en la diferencia: el Padre no es el Hijo ni el Espíritu, el Hijo no es el Padre ni el Espíritu y el Espíritu no es ni el Padre ni el Hijo, los Tres divinos son distintos pero en una comunión tal que resultan una unidad perfecta e indisoluble.
Ahora bien, es de este Dios y no de otro es del que el hombre hace experiencia, es el “Dios-Comunión-de los Diversos” el que se manifiesta a Moisés y se presenta ante los hombres de la Palestina del Siglo I de nuestra era, les habla, los toca, les permite recostarse en su pecho, comparte el pan y el pescado asado a las brasas, camina con ellos por los polvorientos caminos de la Galilea o por los vericuetos escarpados de la montaña.
Es el Dios que se delinea a sí mismo como “misericordia/no juicio, comunión/no exclusión, paz/no violencia”. Es el Dios al que se le conmueven las vísceras con el sufrimiento y la miseria humanas, el que sienta a su mesa a los excluidos del mundo, a las prostitutas, a los leprosos, a los adúlteros y explotadores, El Dios que se crucifica para derrotar a la violencia del mundo con la entrega de su propia  vida, es el Dios que es poderoso en todo porque vence amando y colgando del madero el pecado del mundo y así, suscita la esperanza, abre horizontes ignotos de libertad a un mundo que parecía condenado a morir ahogado en la sangre de sus víctimas.
Ese, queridos hermanos es el Dios del que somos “imagen y semejanza”, ese es el Dios que nos ha dado como fruto de su Pascua el Espíritu del “Cordero degollado pero puesto en pie”, no para que nos ufanemos de “poseer” en exclusiva la verdad y aducir esta verdad como arma para juzgar y condenar a los que no piensan como nosotros, sino para que no juzgando a nadie, incluyamos a todos en nuestra vida y así como Él es perfecta Comunión de los Diversos, forjemos una sociedad alternativa que sepa reconocer y amar la diferencia como espacio de fraternidad y plenitud.
El camino es posible aunque no sencillo, amar con la entrega y vaciamiento total del ser (amar como el Padre), con la receptividad ilimitada del que acoge amorosamente al otro en su radical diferencia (amar como el Hijo) y sale de sí mismo para impactar el mundo con propuestas creadoras ilimitadas e inéditas (amar como el Espíritu). Esa es la gloriosa tarea para la que Dios nos ha preparado con el fuego de su Espíritu, tarea que es al mismo tiempo camino y meta.
Gracia y paz.   

lunes, 6 de junio de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL DOMINGO 12 DE JUNIO DEL 2011 PENTECOSTÉS CICLO A


Hch 2,1-11: << Se llenaron todos de Espíritu Santo >>
Salmo 103: << Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra >>
1 Cor 12,3b-7.12-13: << Hay diversidad de dones pero un mismo Espíritu >>
Jn 20,19-23: << Reciban el Espíritu Santo, a los que les perdonen los pecados les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar >>>>
UNIDOS POR EL ESPÍRITU PARA LLEVAR EL PERDÓN DE DIOS A TODOS LOS HOMBRES
Jorge Arévalo Nájera
Celebramos hoy la fiesta solemne de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua. Fiesta del Espíritu Santo y de la «inauguración» de la misión de la Iglesia.
El relato de Hechos que proclamamos como primera lectura es una construcción del escritor lucano. Su finalidad es eminentemente teológica. No es un acontecimiento cronológico sino kairótico (el término griego kairós significa tiempo, pero con la connotación de tiempo de gracia, de intervención salvífica de Dios que cualifica con tintes de trascendencia el tiempo cronológico) en la misma línea de la fiesta de la ascensión que celebramos y comentamos el domingo pasado. Lucas recoge la «fiesta de las semanas» del antiguo Israel. Esta fiesta se celebraba para conmemorar la llegada del pueblo al Sinaí. La entrega de las tablas de la Ley a Moisés en medio de truenos relámpagos y viento huracanado.
El redactor de Hechos toma los elementos simbólicos de resonancia cósmica para manifestar que es una intervención de Dios que promulga la nueva y definitiva ley, la del Espíritu que procede del crucificado.
 Quiere significar la irrupción del Espíritu Santo en la historia humana. Es el comienzo de la etapa definitiva en la historia de la salvación. Es el comienzo de la predicación del evangelio por parte de la Iglesia apostólica. Estos elementos también recuerdan el anuncio profético del «Día del Señor». Este pasaje entrelaza elementos históricos y escatológicos. El Espíritu empuja a la Iglesia más allá de las fronteras geográficas y culturales. Por eso todos entienden el mensaje en su propia lengua. Allí se han dado cita todos los pueblos hasta entonces conocidos indicando la universalidad del mensaje evangélico. Otro elemento importante es el aspecto comunitario: los discípulos están reunidos en comunidad y el anuncio inaugura una nueva comunidad.
En la primera de Corintios Pablo enfatiza la acción del Espíritu en la vida de los creyentes y en la construcción de la Comunidad eclesial. Consciente de las divisiones que se vivían al interior de esta comunidad insiste en que los dones, los carismas, los ministerios y los servicios proceden de un mismo Espíritu. Por lo tanto todos los carismas, dones y ministerios están en función del crecimiento de la Iglesia. La acción del Espíritu cualifica la misión de la Iglesia en el mundo y no sólo para la santificación individual. El Espíritu articula interiormente la misión de Jesús y la misión de la Iglesia.
El evangelio según San Juan presenta dos escenas contrastantes. En primer lugar, los discípulos encerrados en una casa, llenos de miedo y al anochecer. En segundo lugar, la presencia de Jesús que les comunica la paz, les muestra sus heridas como signo de su presencia real, se llenan de alegría y Jesús les comunica el Espíritu que los cualifica para la misión.
El miedo, la oscuridad y el encerramiento de «la casa interior» se transforman ahora con la presencia de Jesús en paz, alegría y envío misionero. Son signos tangibles de la acción misteriosa y transformante del Espíritu en el interior del creyente y de la comunidad. Resurrección, ascensión, irrupción del Espíritu y misión eclesial aparecen aquí íntimamente articuladas. No son momentos aislados sino simultáneos, progresivos y dinamizadores en la comunidad creyente.
Jesús cumple sus promesas. Les ha prometido a sus discípulos que pronto regresará, que nos les dejará solos. Les ha dicho que el Espíritu Santo de Dios les asistirá para que entiendan todo lo que él les ha anunciado. Así lo hace. Ahora les comunica el Espíritu que todo lo crea y lo hace nuevo. Jesús sopla sobre ellos como Dios sopló para crear al ser humano. Ellos son las personas nuevas de la creación restaurada por la entrega amorosa de Jesús.
La violencia, la injusticia, la miseria y la corrupción en todos los ámbitos de la sociedad nos llenan de miedo, desaliento y desesperanza. No vemos salidas y preferimos encerrarnos en nosotros mismos, en nuestros asuntos individuales y olvidarnos del gran asunto de Jesús. Entonces es cuando él irrumpe en nuestro interior, traspasa las puertas del corazón e ilumina el entendimiento para que comprendamos que no nos ha abandonado. El sigue presente en la vida del creyente y en el seno de la comunidad.
Sigue actuando a través de muchas personas y organizaciones que se comprometen a cabalidad para seguir luchando contra todas las formas de pecado que deshumanizan y alienan al ser humano. El Espíritu de Dios sigue actuando en la historia aunque aparentemente no lo percibamos.
La Comunidad toda –y no sólo una élite privilegiada- recibe el encargo de perdonar pecados. El gran don del Espíritu para el mundo es la reconciliación universal, y no podía ser de otra manera, pues el Espíritu es en esencia la Comunión intratrinitaria misma, es el que posibilita la comunión de los diversos divinos (el Padre es diferente del Hijo y el Hijo es diferente del Padre) y por ende, la comunión entre los hombres.
El pecado es en efecto, la realidad que disgrega, que divide, que confronta violentamente a los distintos porque les hace percibirlos como enemigos a los cuales hay que destruir si se quiere prevalecer. El Espíritu hace posible la comunión porque hace descubrir y vivir la diferencia como algo deseable y bueno, inclusive necesario en el orden creacional.
Pues bien, la comunidad cristiana, empoderada por el Espíritu está llamada a ser signo de reconciliación, germen de una sociedad alternativa y reconciliadora que con su testimonio profético existencial denuncia el pecado para que los demás, descubriéndolo puedan hacer una opción por el amor o por el odio y ellos mismos decidan el tipo de vida que quieren vivir. La potestad de la Iglesia entonces, consiste en declarar la contumacia del pecador (retener los pecados) y la apertura a la gracia (perdón de los pecados).
Ante la Palabra que desnuda los corazones, conviene preguntarnos: ¿Qué signos de la presencia dinamizadora del Espíritu de Dios podemos percibir en nuestra vida personal, familiar y comunitaria? ¿Conocemos personas que actúan bajo la acción del Espíritu? ¿Por qué? ¿Qué podemos hacer para descubrir y potenciar los dones y ministerios que el Espíritu sigue suscitando en personas y comunidades?
Gracia y paz.

sábado, 4 de junio de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL 5 DE JUNIO DEL 2011 LA ASCENCIÓN DEL SEÑOR CICLO A


 Hch 1,1-11: El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio, hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días».        Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» El les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad,            sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco       que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.»         
Ef 1,17-23; Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa,      que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo.       
Mt 28,16-20: Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.           Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»       
Un Señor que asciende a los cielos para que sus discípulos se entrañen en la tierra.
Jorge Arévalo Nájera
Hoy, la Iglesia entera celebra jubilosa el triunfo definitivo de su Señor, que “sube” allende las fronteras de la historia para volver de su auto-exilio, al lado de su Padre y del Espíritu. Sin embargo, conviene aclarar de inmediato que la Ascensión no puede ni debe interpretarse en sentido “espacial”, como si de un pasar del mundo físico al mundo invisible se tratara.
La resurrección y la ascensión de Cristo (formas diversas de hablar del mismo acontecimiento) no son una fuga del tiempo y la historia, todo lo contrario, constituyen  la más radical presencia en las entrañas del mundo del hombre, del cosmos mismo “He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo”.
Por eso, la festividad de la Ascensión es la fiesta de la Presencia fontal del Hijo en la urdimbre de la historia. Una vez que el Verbo se ha encarnado y asumido la naturaleza caída del hombre, que ha vencido a la muerte y al pecado, a la violencia y al odio mediante su entrega total en la cruz, ahora, en el poder del Espíritu asciende victorioso llevando hacia su Padre al mundo entero.
Pero, ¿de qué manera garantiza su presencia permanente? La respuesta es impresionante y a poco de meditarla causa vértigo, desestabiliza y mete en serios predicamentos, porque confronta fuertemente nuestra vivencia de la fe. Y es que resulta que Jesús encomienda a sus frágiles y temerosos discípulos -en la lectura de los Hechos parece que no comprenden absolutamente nada pues se quedan mirando la subida de Jesús a los cielos, estáticos, pasmados, y se adivina que un sentimiento de desamparo y abandono los inunda- la gloriosa y al mismo tiempo imposible tarea de hacerlo presente a los hombres.
Gloriosa porque se trata ni más ni menos que de ser sus testigos hasta los confines de la tierra y un testigo es alguien cualificado que da testimonio de lo que le consta. De tal manera que no cualquiera puede ni debe hablar de Jesús y su mensaje, solamente aquellos que le han visto y escuchado, que le han tocado, que han mojado su pan en el mismo plato del Señor, que se han recostado sobre su pecho, tienen el derecho de ser sus testigos en el mundo.
Desde luego que no niego que Jesús, de algún modo sea patrimonio universal, sus enseñanzas éticas, su valor profético, su solidaridad con los marginados, la reivindicación que hace de la dignidad de la mujer en medio de una sociedad machista y excluyente, pueden y deben ser asumidos por todas las sociedades que quieran evolucionar hacia una humanización verdadera.
Sin embargo, el testimonio específicamente cristiano no es iniciativa humana, no brota de la admiración por el rabí galileo o por sus enseñanzas éticas. El testimonio del discípulo brota del empoderamiento que Cristo mismo otorga a aquellos que se adhieren existencialmente a su propuesta, que le aman y guardan su mandamiento de amarse los unos a los otros con un amor de entrega y receptividad total y que están dispuestos a dejarse crucificar para derrotar el odio y la violencia imperantes en el mundo.
Precisamente la palabra “mártir” significa “testigo” en el sufrimiento, en el derramamiento de la sangre/vida para hacer presente de una manera viva y eficaz al Hijo de Dios ascendido a los cielos. Mientras la Iglesia –e Iglesia somos todos los bautizados- no asumamos con arrojo y valentía el don/tarea con que Cristo nos ha regalado para el mundo, no pasaremos de ser una institución humana más, eso sí, poderosa y bien organizada, capaz de edificar los más suntuosos recintos y de elaborar las más solemnes y bellas liturgias, pero al fin y al cabo intrascendente, carnal y por ello incapaz de constituir una real alternativa para la sed y el hambre de trascendencia que el mundo tiene.
Si nos quedamos como los varones galileos del texto de los Hechos “mirando fijamente al cielo”, perderemos la oportunidad de mirar el sufrimiento de los hombres que claman a ese mismo cielo por justicia y equidad, por paz y oportunidades. Perderemos la oportunidad de ver los corazones destrozados de nuestros hermanos que imploran nuestra compasión y solidaridad. Y perderemos también la espléndida chance de vivir embelesados recostando nuestra cabeza en el pecho del Señor.
Esa es “la esperanza a la que hemos sido llamados”, esa es “la riqueza de la gloria que nos ha sido otorgada como herencia” ¡la filiación!, don del Hijo en la cruz de donde mana el torrente vivificante del Espíritu. El camino del discípulo es el mismo que el de Cristo: Muerto/asesinado-resucitado/exaltado-empoderado/sentado a la diestra del Padre.
En efecto, somos llamados a ser sus testigos (entregando la vida por los enemigos), resucitados por el Poder/Espíritu que levantó a Jesús de entre los muertos (exaltados en el Hijo, por el Hijo y con el Hijo a la diestra del Padre) y empoderados para sumergir a todos en el misterio del amor trinitario, fuente de una sociedad universal que amando, rompa las cadenas que aprisionan el corazón del mundo.
Gracia y paz.