lunes, 20 de junio de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL DOMINGO 26 DE JUNIO DEL 2011- 13° ORDINARIO CICLO A

 
2 Re 4, 8-11.14-16
Un día pasó Eliseo por Sunem; había allí una mujer principal y le hizo fuerza para que se quedara a comer, y después, siempre que pasaba, iba allí a comer. Dijo ella a su marido: «Mira, sé que es un santo hombre de Dios que siempre viene por casa. Vamos a hacerle una pequeña alcoba de fábrica en la terraza y le pondremos en ella una cama, una mesa, una silla y una lámpara, y cuando venga por casa, que se retire allí.» Vino él en su día, se retiró a la habitación de arriba, y se acostó en ella.      Dijo él: « ¿Qué podemos hacer por ella?» Respondió Guejazí: «Por desgracia ella no tiene hijos y su marido es viejo.» Dijo él: «Llámala.» La llamó y ella se detuvo a la entrada. Dijo él: «Al año próximo, por este mismo tiempo, abrazarás un hijo.»
Ro 6,3-4.8-11
¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?            Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.            Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios.        Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.   
Mt 10, 37-42
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará. Quien los recibe a ustedes me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. ¡Amén, amén!, quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, no perderá su recompensa".

Vida que se forja en el vientre estéril y se abre a la eternidad en Cristo
Jorge Arévalo Nájera
Todos los seres humanos, en el fondo, aspiramos a una sola cosa: ¡vida perdurable, vida que venza la caducidad de la carne, vida que nos garantice permanecer más allá de los límites del tiempo!
Este anhelo engloba todas las pulsiones del corazón humano, todos sus sueños de realización, todas sus luchas y afanes. Sin vida permanente todo pierde sentido, se torna gris y fatuo, ¿a qué esforzarse en la lucha contra las adversidades o en el fatigoso ejercicio de las relaciones humanas si finalmente todo acaba en el pavoroso sepulcro? ¿Si la existencia es un eterno círculo asfixiante de eterno retorno?
Sin vida permanente, la conclusión es lógica y lapidaria: ¡comamos y bebamos que mañana moriremos![1], sentenciaba san Pablo como conclusión lógica si la resurrección no existiera.
Las lecturas de este domingo apuntan precisamente a la reflexión sobre la única realidad que merece llamarse con toda propiedad Vida, aquella que es un don de Dios, que es inalcanzable para los meros esfuerzos humanos porque pertenece a una realidad que supera lo intrahistórico al mismo tiempo que lo abarca, pero que precisamente por ello puede abrir horizontes de realización jamás soñados y atraer irresistiblemente al hombre, porque es capaz de abarcar todo el arco de la historia, romper los estrechos límites del tiempo y el espacio y catapultarlo a las alturas de la misma vida divina.
La primera lectura, tomada del segundo libro de los Reyes, recapitula esta esperanza humana en un relato bellísimo, de una candidez que raya en la ingenuidad, pero que precisamente por ello apela a una interpretación simbólico-existencial. Aclaremos esto: el profeta Eliseo –discípulo de Elías- es acogido en la casa de un matrimonio estéril. El varón era considerado en aquella cultura como el depositario de la semilla de la vida y la mujer era solamente el receptáculo que cuidaría dicha semilla. La esterilidad era considerada como una maldición de Dios pues la descendencia era el medio que garantizaba la permanencia del hombre sobre esta tierra.
Ser estéril era estar condenado a ser borrado de la faz de la tierra, de la memoria del pueblo, significaba ser engullido por la nada, haber pasado como una ráfaga imperceptible de viento sin haber logrado absolutamente nada. Sin embargo, esa familia tiene una posibilidad de salir de esta situación de muerte, y radica en su actitud hospitalaria. Y es que la hospitalidad es todo un tema bíblico. No se trata del simple gesto amable de ofrecer un techo y algo de comida al viajero. Es un gesto que significa –siempre en la mentalidad semítica- comunión de vida, que sella una relación de protección y aceptación indeleble, a tal grado que los enemigos del forastero acogido se tornaban enemigos del dueño de la casa, la suerte de aquel al que se le dispensaba hospitalidad era la suerte del anfitrión.
En nuestro relato, el matrimonio acoge ni más ni menos que a un enviado de Dios, a un profeta, a un varón consagrado al servicio del Señor. Acoger al enviado de Dios es acoger al mismísimo Dios. Y esto tiene consecuencias. Dejar entrar a Dios en la propia vida no es un acto inocuo, es abrir las puertas a esa vida de la que hablamos anteriormente, es recibir la alegre noticia de que no todo queda agotado en la caducidad de la historia, es abrirle las puertas a la esperanza de una existencia que explota más allá del círculo mítico del eterno retorno… ¡Dentro de un año, por este mismo tiempo, abrazarás un hijo! El problema es que hospedar a Dios pasa por el hospedaje de sus enviados y eso no siempre estamos dispuestos a hacerlo.
¡Que no me venga ese pecador igual que yo a hablarme de moral y comportamiento ético! ¡Si yo bien que sé de sus debilidades! ¡Cómo quisiéramos que Dios tuviera el buen gusto de no andarnos enviando profetas y se presentara directamente ante nosotros! ¡Así sí que le haríamos caso inmediatamente!... ¿Será? valdría la pena analizar la veracidad o falacia de tal afirmación, ¿no le parece amable lector?
La lectura segunda, tomada de la carta a los Romanos, habla de la doble dimensión del bautismo cristiano: por un lado, está la dimensión de la muerte, sumergirse en las aguas bautismales significa morir a los pecados, a la vida caduca del pecador. Y por otro lado, emerger de esas mismas aguas significa la vida definitiva que el bautizado alcanza por la gracia de Cristo, una vida que queda anclada en la vida de Dios y que se caracteriza por una direccionalidad teológica (vida dirigida radicalmente hacia Dios). Muerte al pecado y vida en Dios son pues las características del cristiano e hijo de Dios al que le es participada la Vida divina.
Pablo está afirmando que aquella perdurabilidad y plenitud intuidas como entre sombras por el hombre, son ya posibles, pero es necesario un paso previo. Ese paso es explicitado en la lectura del evangelio.
En efecto, el evangelio según san Mateo,  nos presenta con terrible claridad, sin ambigüedades ni puertas para fugarnos, la centralidad absoluta de la persona de Cristo, que es La Vida hecha carne. El escándalo del cristianismo es precisamente que afirma que en la carne del Hijo del hombre, de ese Jesús de Nazaret que “pasó por este mundo haciendo el bien[2], se encuentra la única posibilidad de lograr la plenitud anhelada desde antiguo porque ni más ni menos ese hombre es Dios mismo.
Esto significa que en esa carne, en ese modo de ser hombre, en los principios y valores asumidos por Jesús, en sus opciones y preferencias Dios abre la trascendencia para el género humano. Y bien sabemos que para Jesús hacer la voluntad del Padre es su alimento y esa voluntad se presenta prístina en su opción preferencial por los pobres, en su confrontación valiente con los poderosos que oprimen a los pequeños, en su libertad absoluta ante las ideologías de poder y prestigio que tanto amamos los seres humanos, en la asunción de todos los sufrimientos y persecuciones que conlleve hacer la voluntad de su Abbá.
Pasado (simbolizados por los padres) y futuro (vida definitiva) del hombre quedan asumidos y redimidos en la aceptación de Jesús como el único camino a seguir en la historia presente. A tal grado Mateo presenta la radicalidad del seguimiento, que la simboliza con la imagen de la cruz que es análoga al bautismo (el discipulado exige asumir también la dimensión de la muerte que deviene en la recepción de la vida que es Jesús).
Sin embargo, Jesús retoma la difícil afirmación que nos presentaba la primera lectura, ¡Recibir a Jesús sólo es posible recibiendo a sus apóstoles! y para que no quede la menor duda de esto, Jesús utiliza la fórmula por él consagrada –y que en las traducciones desgraciadamente se pierde-: ¡Amén, amén! Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, no perderá su recompensa".
¡Amén, amén! significa que lo que afirma Jesús es irrenunciable para recibirlo a él, que ¡no es posible tener un encuentro con él si no se recibe a sus apóstoles! Aquellas frases tan superficiales que se escuchan en diversos foros “cristianos” y que proclaman la “relación personal con Dios” –y que evidentemente encierran la falacia de que es posible relacionarse con Jesús fuera de la tradición apostólica- son una traición flagrante a la revelación misma de Jesús.
Pero me apresuro a decir que no estoy afirmando que dicha relación personal no pueda existir o que inclusive deba existir, lo que estoy afirmando es que sin ligazón con la tradición que viene de los mismísimos apóstoles –es decir con la Iglesia apostólica- no hay garantía de que en verdad se esté dando una relación con Jesús y se corre el riesgo de una relación idolátrica con un fetiche al que le ponemos una máscara de Jesús.
Así pues, somos llamados a alojar en nuestro vientre estéril una vida que se abre a la eternidad en Cristo.
Gracia y paz.


[1] 1 Co 15,32
[2] Hch 10,38

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