lunes, 4 de febrero de 2013

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL DOMINGO 10 DE FEBRERO DE 2013 (5° ORDINARIO CICLO C)



  1. LECTURAS

Is 6,1-2.3-8 << El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro diciendo: -¡Santo, santo, santo, el Señor de los Ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: -¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: -Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. Entonces escuché la voz del Señor, que decía: -¿A quién enviaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: -Aquí estoy, envíame. >>
Sal 137 << Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario. Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra, al escuchar el oráculo de tu boca; canten los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande. Extiendes tu brazo y tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos. >>
1 Cor 15,1-11 << Hermanos: Os recuerdo el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado nuestra adhesión a la fe. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los Apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído. >>
Lc 5,1-11 << En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: -Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: -Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: -No temas: desde ahora serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. >>

  1. REFLEXIÓN

DE  LABIOS IMPUROS A  PESCADORES DE HOMBRES

JORGE ARÉVALO NÁJERA

A lo largo y ancho de la Escritura, se testimonia que una dimensión intrínseca a la experiencia de lo numinoso, de aquella realidad que está más allá de lo que el hombre puede concebir, definir y encuadrar dentro de sus categorías interpretativas, es precisamente el sobrecogimiento y el temor que reconocen lo absolutamente trascendente, o en palabras de Rudolf Otto en su extraordinario libro <<Lo Santo>> “el Tremendum de Dios”. No se trata desde luego de tenerle “miedo” a Dios ya que inclusive sus enviados instan a los destinatarios del mensaje a excluir el miedo de sus corazones y el mismo Jesús en varias ocasiones conmina a desterrar el miedo que paraliza e incapacita para vivir la vida nueva del Espíritu.

Más bien se trata de una postración y obediencia que brota del reconocimiento de la majestad, omnipotencia y benevolencia absolutas de Dios. En este sentido, el “temor de Dios” es una experiencia del todo positiva y necesaria que impulsa el corazón del hombre a la vivencia radical de la Palabra. Con razón el autor del Eclesiastés afirma: El fin de todo discurso oído es éste; Teme a Dios y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre (Ec 12,13). Esto no parece ser una experiencia vivida por los cristianos en su mayoría, a los cuales se les predica un Dios bonachón, que todo lo perdona fácilmente, ya sea mediante el sacramento de la reconciliación (en el caso de los católicos) o mediante la confesión verbal de una supuesta fe y arrepentimiento intimista (en el caso de la tradición reformada). Como quiera que sea, ambos caminos se han convertido en escapes facilones de un auténtico compromiso para muchísimos creyentes.

Un concepto bíblico que surge espontáneamente de la experiencia numinosa del pueblo israelita es el de la justicia de Dios. Claro que no debe entenderse ésta al estilo de la jurisprudencia romana, en la que justicia significa darle a cada quien lo que merece según se adecue o no a un cierto código ético y moral. La justicia en Dios significa darle a cada cual según lo que necesite para alcanzar su pleno desarrollo humano, por ello, la gloria de Dios consiste en que el hombre se salve. En este sentido, podríamos decir que cuando se logra la justicia de Dios, se manifiesta su gloria. Sin embargo, si bien de parte de Dios todo está dado (justicia) y no hay defecto alguno, de parte de los hombres (gloria) está en ejercicio su libertad, libertad que pone siempre en riesgo la salvación, puesto que el hombre puede asentir o rechazar la propuesta justiciera de Dios.

Para aceptar el llamado siempre salvífico de Dios, es necesario el sentimiento numinoso que experimenta Isaías en el relato vocacional que se nos narra en la primera lectura. La visión del profeta es nada menos que la del Señor (Yahvé) sentado sobre un trono muy alto y magnífico. Y aquí conviene rescatar la imagen de Dios sentado sobre el trono. Sentarse en la imaginería bíblica significa en primer lugar poseer el dominio absoluto sobre una realidad y en segundo lugar significa el juicio del Rey cuando el sentarse va aunado al trono. Por  lo tanto, lo que se le revela al profeta es a Dios como Rey que va establecer su juicio. Dios juzga mediante su Palabra, pero una Palabra que llega a los demás no directamente sino mediante su profeta.

Por otro lado, Dios se presenta como el tres veces santo, es decir el absoluto, el inefable, el intraducible, el totalmente otro. Desde luego, ante tal visión la exclamación del profeta evidencia su temor y sensación de total inadecuación ante El Misterio que se revela “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”. Entonces, Yahvé mismo (pues el serafín que toma el ascua encendida en el relato es meramente una figura literaria que usa el escritor bíblico para desplazar la comunicación directa de Dios hacia un intermediario celeste, pues en el pensamiento semita, a causa de la trascendencia de Dios, éste no puede hablar directamente al hombre, debido a la abismal distancia ontológica entre ambos y por ello se usa la figura angélica como intermediaria) coloca un ascua encendida en los labios del profeta. La visión del Dios que es Palabra trascendente se corresponde con el reconocimiento de la incapacidad de pronunciar una palabra con sentido y relevancia, no solo por parte del singular individuo, sino de la comunidad toda y por otra parte de la investidura profética concedida por Dios.

Aquí se nos apunta una actitud espiritual básica en la vida cristiana: reconocer nuestra radical inadecuación para transmitir un mensaje que transforme, que salve, que lleve al hombre a dilucidar las profundas interrogantes que inquietan su corazón. Por lo tanto, reconocer que esta palabra solo puede venir de otro, del gran Otro y estar dispuesto a recibirla. Es precisamente esto lo que hace Isaías, y solo entonces el serafín vuela hacia él y coloca la brasa ardiente en su boca. El simbolismo del fuego es lo que conviene rescatar en esta imagen; el fuego en muchos textos bíblicos significa la capacitación que Dios da al hombre cuando éste es llamado para ejercer una función determinada, así Moisés presencia el misterio de la zarza que arde sin consumirse cuando Dios le llama para sacar a su pueblo de Egipto y sobre los apóstoles se derraman lenguas de fuego en Pentecostés antes de ser enviados a testimoniar el Evangelio. Si bien somos radical insuficiencia para vivir desde nuestras solas fuerzas la desquiciante realidad del Evangelio, la fuerza no está en nosotros, viene de lo alto, del Dios que todo lo puede y al que le ha placido darnos su Espíritu para enviarnos.

Ahora bien, ¿por qué es la boca o los labios de Isaías lo que toca Dios en este relato vocacional? La boca (o los labios o la lengua) es el órgano mediante el cual se emite la palabra. Y la palabra no es para ellos simplemente la articulación de una serie de sonidos con un significado audible, la palabra es ante todo dinámica, reveladora, impactadora y por lo tanto transformadora del mundo. La palabra es concreción histórica del ser del hombre, la palabra no es algo ajeno o exterior a él, es él mismo revelándose. Por ello no puede haber una escisión entre la palabra y el hombre, “la boca habla de la abundancia del corazón” reza una sentencia bíblica y “no puede de la misma fuente brotar agua dulce y agua amarga” apunta el autor de la Epístola de Santiago toda vez que está estableciendo una comparación entre la “lengua” de la que brota la palabra y una fuente de la que brota agua.

Si de lo que se trata en el texto de Isaías es de la dinámica revelación de Dios-capacitación-envío, entonces resulta que Dios capacita mediante su Espíritu (fuego) “purificando” los labios del hombre para que puedan emitir una palabra plena de sentido salvífico. En el fondo, la misión del profeta (que es figura del pueblo de Dios, todo él profético) se reduce a hablar, a comunicar una palabra que viene de Dios. Desde luego que no puede tratarse de la simple repetición de unas palabras aprendidas de memoria (como hacen muchísimos predicadores cristianos, que se limitan a recitar a diestra y siniestra textos bíblicos y con una habilidad pasmosa los relacionan artificiosamente para hacer decir a los textos lo que ellos quieren, sin tomar en cuenta la intención teológica y espiritual del autor bíblico), es mucho más que eso, por ello se necesita la cualificación del Espíritu. Es un testimonio de vida, es una transformación interior (ontológica) que se expresa mediante una palabra que por ello ya no es solo de Dios sino también suya, es una palabra humana pero también divina. Es una Palabra divina que se vehicula en categorías humanas, es una Palabra encarnada. Desde esta perspectiva se adivina el sueño del Maestro, un discípulo cuyo sí sea sí y su no sea no y por ello sea digno de credibilidad.

Es muy importante señalar que la visión de Isaías no se da en un arrobamiento místico que le desvincule de la realidad histórica, más bien se da en un momento que forma parte de la vida religiosa de todo israelita, pues aunque parece ser que es la primera vez que Isaías entra en el Templo, de cualquier modo es una experiencia alcanzable para cualquier judío. La revelación de Dios no suprime la cotidianidad de la vida sino que se inscribe en ella, convirtiendo lo profano en sagrado. Pero hay que imaginar al joven Isaías entrando por vez primera en el lugar santo por excelencia, el lugar en el que habita La Presencia y la gloria de Yahvé. Un lugar que conoce por la frecuencia con que sus padres y maestros le han hablado de el, describiéndole con lujo de detalles cada rincón, cada ornamento, cada olor y color. Sin embargo nada se compara con el esplendor de lo que contempla aquel jovenzuelo que sabe ver lo santo en lo cotidiano y que por eso se siente conmocionado hasta lo más hondo y se sabe radicalmente pequeño, casi al borde de la muerte ante la manifestación del Señor de los ejércitos que se revela a él, insignificante e incapaz “¡Ay de mí! Estoy perdido…porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos” Sin embargo, sabe descubrir lo extraordinario en lo ordinario, lo santo en lo cotidiano (para muchos judíos del tiempo de Jesús como para muchos católicos de hoy, la experiencia del culto se ha convertido en algo cotidiano, costumbrista, al que se asiste porque así lo exige la Iglesia o la tradición familiar etc.) Me pregunto si quizás lo cotidiano debiera ser tener visiones como la del profeta cuando entramos a la celebración eucarística ¿no es verdad que una manifestación mayor que la que recibió Isaías en el templo judío acontece cada vez que se transforman las especies eucarísticas en el cuerpo y sangre de Cristo?

Pero ya me he extendido demasiado con el príncipe de los profetas y en aras de no cansarlos demasiado con mi reflexión, debo concluir. ¿Y que palabra es esa que la Iglesia es enviada a proclamar? El apóstol Pablo es tajante al respecto en su exhortación a los Corintios: ¡Es la palabra del Evangelio! Es el anuncio de la muerte de Cristo (causada por nuestros pecados y originada en el amor del Padre por nosotros) y su resurrección, así como las revelaciones que hace Cristo a aquellos que fundarán la Iglesia. Hay muchísima tela de donde cortar en este extraordinario texto de Pablo, pero debo conformarme con citar a vuelo de pájaro algunas intuiciones: 1) La predicación y la recepción del Evangelio (única palabra trascendente y por ello necesaria de ser escuchada) se dan en un contexto comunitario, porque si bien la salvación es para todos los hombres, es la comunidad eclesial la destinataria primera pues es ella quien tiene la misión de ser sacramento universal de salvación. 2) La transmisión apostólica del Evangelio es el garante de su autenticidad y unicidad. 3) La esencia del mensaje es siempre la misma e incluye tanto muerte como resurrección de Cristo.

Anunciar la resurrección no hace problema, finalmente es referencia al triunfo, a la gloria, a la victoria final y si eso es lo que nos espera pues es fácil y hasta agradable el anuncio. Pero anunciar la muerte del Mesías es harina de otro costal, sobre todo si resulta que su suerte es también la del discípulo.

En el Evangelio de Lucas, se nos dice que la barca (símbolo de la Iglesia) debe ser llevada mar adentro y desde allí echar las redes (símbolo de la Palabra proclamada que es capaz de rescatar a los hombres de las ideologías malignas -el mar- que le tienen sojuzgado.) La Palabra tiene la eficacia misma de Dios, ella es la única capaz de lograr lo imposible y por ello el discípulo debe confiarse a ella de modo absoluto, aunque la realidad visible e inmediata grite a voz en cuello que es imposible, que nada se puede ya hacer, que todos los recursos han sido agotados y todo esfuerzo adicional es una pérdida de tiempo, para el auténtico discípulo la última palabra no la tiene el mundo sino Dios “Confiado en tu palabra, echaré las redes”. Una vez que la fe-confianza abre la puerta, la Palabra adquiere toda su eficacia “Así lo hizo y cogieron tal cantidad de pescados, que las redes se rompían”, una eficacia sobreabundante que abarca también “las otras barcas”, la de todos aquellos hombres que se quieran adherir al torrente salvífico del Evangelio “Entonces hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a ayudarlos. Vinieron ellos y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían”

Y vienen las solemnes palabras del Maestro, que si bien son dirigidas a Simón, en él se dirigen también a todos los discípulos: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Tal es la más alta vocación del hombre, rescatar a otros mediante la fuerza de una vida enraizada en el Evangelio, una vida en comunidad que testimonie la real posibilidad de una existencia plena en libertad.

Gracia y paz.

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