miércoles, 20 de abril de 2011

Las Siete Palabras


Ensayo de una teología espiritual de la cruz
Introducción:
Imponente, bastante alto y por encima del puerto de Nueva York, puede verse desde una gran distancia el mundialmente famoso monumento de la Estatua de la Libertad, en la figura de una impresionante dama. Por más de 100 años esta dama que permanece con la mano levantada muy en alto, portando una antorcha y simbolizando la libertad, ha sido la atracción de millones y millones de visitantes locales y de todas partes del mundo, por su figura y por lo que simboliza ella misma. Inscrito en el pedestal sobre el cual está permanentemente parada esta dama, puede leerse un breve, conmovedor y lapidario párrafo de Emma Lazarus, que dice así: “Dame tus cansados, tus pobres, tus masas oprimidas que a porfía aspiran respirar el aire de la libertad; los miserables, los desamparados, los abofeteados por la tormenta de la esclavitud. Yo alzo mi antorcha junto a la puerta de oro...”
Mucho más alto, infinitamente más alto, y más imponente aún, hay otro monumento colocado sobre el pedestal de la historia, que sigue simbolizado y ofreciendo libertad espiritual a todos los cautivos y oprimidos por el pecado. Es la cruz - romana - del Gólgota, del Calvario, en la cual fue colgado inmisericorde nuestro Señor Jesucristo hace casi 2000 años. Es desde esa cruz que resuenan para siempre las llamadas “siete palabras de Jesucristo”. Esas palabras constituyen un legado y un programa de vida espiritual al que nos invita Jesús. En la medida en que recibamos y nos apropiemos del ofrecimiento de libertad espiritual, que desde la cruz hace nuestro Señor Jesucristo, un horizonte de plenitud y libertad insospechada se desplegará ante nuestros ojos, una paz que no conoce el mundo y que solamente Jesús puede darnos. ¿Estaremos dispuestos a aceptar la invitación de Jesús y repetir, -desde la vida misma- la estrofa poética siguiente?
“¡Oh, la cruz es mi estatua de la libertad, porque allí mi alma fue hecha libre! Proclamaré sin temor ni vergüenza, que una áspera cruz es mi estatua de libertad. “
1. Presupuestos
El breve ensayo que propongo a continuación parte de una visión estructural, es decir, considero que las palabras pronunciadas por Jesús –o puestas en sus labios por los evangelistas- no se encuentran dispersas al azar, sino que han sido colocadas dentro de una estructura literario-teológica perfectamente bien trabada, y cuyo objeto es revelar un proyecto espiritual fundamentado en la experiencia jesuana de la cruz, lo cual se hará evidente por sí mismo durante el desarrollo del ensayo. Pienso además, que el número de palabras” estaurológicas es un claro indicio del carácter simbólico y por lo tanto paradigmático de las mismas. En efecto, el número siete simboliza en la Biblia la perfección, la plenitud divina, la totalidad de la acción de la fuerza de Dios , así, las “siete palabras” aluden a la plena potencia de Dios manifestada en la cruz y a la forma concreta en la que esa plenitud ha de ser vivida por los discípulos.
Finalmente, seguiremos el orden en que los textos se presentan según el acomodo en que aparecen en las Biblias (Mateo, Lucas y Juan), aunque cronológicamente el primer evangelio en redactarse en su forma final fue Marcos, seguido de Mateo y Lucas, y finalmente Juan. Hemos decidido hacerlo así porque en el fondo, incluso la disposición final del Canon bíblico cae bajo el influjo de la inspiración sagrada y queremos respetar la estructura general que creemos guarda el Nuevo Testamento. Por la misma razón, preferimos el texto de Mateo sobre el de Marcos, aunque reconocemos que éste es el más antiguo y contiene el texto básico sobre las primeras palabras de Jesús, y las cuales Mateo retoma prácticamente sin modificarlas.
2. Las palabras
2.1 Primera palabra: (Mt 27, 45-46)
“Desde la hora sexta hasta la hora nona, cubrió la oscuridad toda a tierra. Alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: << ¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní? >>, esto es: << “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? >>”
Antes que nada, debemos hacer a un lado las interpretaciones melosas y cursis o en muchos casos atenuantes del escándalo que representa para las buenas conciencias el abandono del Padre que experimentó Jesús. No se puede negar que se está haciendo una alusión expresa al Salmo 22 (21), y también es cierto que en la literatura es una costumbre citar únicamente las primeras palabras del escrito bíblico al que se quiere aludir para invitar al lector a considerar el texto completo, en este caso el Salmo, que en efecto es un canto de invocación a la protección de Yahvé y que culmina con la alabanza por su acción salvadora y providente.
Sin embargo, debemos tomar en serio el sentimiento de profundo desgarro y abandono que experimenta el salmista en el sufrimiento que le provocan las burlas y ataques de sus enemigos a causa de su fe. El abandono conserva toda su hondura y dramaticidad, pues aunque no sea un grito de desesperanza, es el clamor de un fiel que se siente abandonado por su Dios. Pero en Jesús, el dolor es infinitamente mayor e incluso distinto, pues es el sufrimiento del Hijo sempiterno que nunca había experimentado la ruptura con su Abbá. La psicología unitaria de Jesús preservada del pecado le hacía experimentar a una dimensión de profundidad inimaginable el dolor, la alegría, la tristeza, la paz, la cólera, etc. A nosotros, pecadores con la psicología rota y dividida, todo se nos da de a poquito, sobre todo la experiencia de Dios, a quien más bien sentimos lejos la mayor parte del tiempo y sólo en ocasiones extraordinarias experimentamos cercano. Hay que hacer un esfuerzo e imaginar el estado emocional de Jesús ante la ausencia de su Padre y todo, a causa del amor por nosotros, ha bebido el cáliz del abandono y la soledad más absoluta…así de grande es su amor por los hombres.
Sin embargo, y a pesar de la distancia abismal entre la experiencia de Jesús y la nuestra en relación a la proximidad de Dios, cabe interpretar el texto como paradigmático en virtud de la realidad de la encarnación de Jesús, quien se ha hecho verdaderamente hombre y ha asumido todas las dimensiones de la naturaleza humana. ¿Cuántas veces nos sentimos abandonados por Dios? En los momentos más difíciles…no aparece por ningún lado…ante la muerte inminente del ser amado, cuando la enfermedad carcome inmisericorde el cuerpo tan querido y literalmente se ve como la vida se escapa como agua entre los dedos y no hay nada que podamos hacer. Cuando aquel con el que hemos compartido cama y mesa decide marcharse y nos quedamos con el alma hecha pedazos, preguntándonos cuál fue la falla que cometimos y los fantasmas del pasado rondan en noches interminables por los oscuros pasillos de la casa, arrebatándonos la calma y el sosiego…¿Adónde esta Dios? ¿Por qué nos ha abandonado? La pregunta es absolutamente lícita y necesaria en todo camino espiritual auténticamente cristiano. Todo parte de allí, de la aparente ausencia de Dios, aparente en cuanto a Dios, pero absolutamente real para el hombre.
Pero más aún es necesaria esta experiencia para el discípulo que decide seguir radicalmente a su Maestro. Jesús ha llegado hasta esta instancia por obediencia al proyecto liberador de su Padre, proyecto de amor y entrega por los hombres, principalmente los olvidados, los pequeños, los que nada cuentan para la sociedad. Y esa obediencia a Dios ha ocasionado el enfrentamiento con los poderes establecidos, que han visto en peligro la estabilidad de su “estatus quo”, pues los valores del reino socavan directamente las bases sobre las que se cimenta ese estatus, y han decidido que más vale que muera un solo hombre y no toda una nación. La soledad de Jesús en el madero del Monte de la Calavera no es fruto de la casualidad o del designio de un Dios sádico y sanguinario que exige la sangre de su Hijo para calmar su inmemorial ofensa, sino de un estilo de vida asumido desde la libertad y el amor a su Padre y a los hombres, que choca frontalmente con el mundo. La ética cristiana es solamente el preámbulo a una vida nueva que se inicia en la cruz del calvario…y en la soledad del abandono de Dios, que clama por una respuesta del hombre a ese abandono.
2.2 Segunda Palabra (Lucas 23, 33-34)
“Llegados al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí junto con los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: <>”
La crucifixión es la forma más infamante de morir en el contexto histórico de Jesús, además de una de las más dolorosas y angustiantes. Aunado al sufrimiento físico –ya de por sí extraordinariamente fuerte- se encuentra el sufrimiento moral, psicológico y espiritual del crucificado. La cruz era reservada para los sediciosos, para los peores criminales, para los asesinos, para la escoria de la sociedad, y tan es así, que a espaldas del Gólgota se encontraba el tiradero de basura de la ciudad, donde permanentemente ardía el fuego para consumir los cadáveres de los crucificados.
En una mentalidad teocrática como lo era la de Jesús, en la que todos los acontecimientos eran fruto del designio de Dios, ser colgado de un madero significaba el repudio de Yahvé, la reprobación de la existencia toda. El que era crucificado había perdido todo, la aceptación de Dios y de los hombres, el único lugar que le era propio era el basurero fuera de la Ciudad Santa. La presencia de los dos malhechores en el relato de Lucas simboliza precisamente el lugar en el cual los hombres han colocado a Jesús y su propuesta del reino. Lo que importa no es el lugar físico que ocupan los malhechores, sino el que ocupa Jesús ¡en el centro!, el centro del rechazo, de la marginación, de la injusticia, del repudio inmisericorde…en el relato lucano de la infancia, la sagrada familia no ha encontrado lugar en el albergue y ahora, Jesús no ha encontrado lugar entre los hombres…María ha envuelto en pañales al niño –lo cual será signo para los buscadores-, pañales que prefiguran los lienzos mortuorios con los que será envuelto Jesús, ahora, ni siquiera esos lienzos cubren la desnudez del Hijo de Dios (los crucificados eran sujetos al madero absolutamente desnudos). Desde este lugar existencial de dolor, oprobio y rechazo, Jesús se levanta como un gigante de la fe y vence la ausencia de su Padre mediante su amor volcado hacia los gusanos que se agitan y vociferan bajo sus pies: Padre, ¡Perdónalos porque no saben lo que hacen!
No es que Jesús esté de acuerdo con Sócrates en aquello de que el mal es resultado de la ignorancia y que la educación sea la solución para los males de la sociedad, tampoco es la petición romántica de un iluso que se engaña a sí mismo. Jesús era un profundísimo conocedor de los abismos del misterio humano y clavado en el madero, en medio de los sufrimientos más terribles, sale de sí mismo -¿acaso no fue ese su modo de ser y estar en el mundo?- para poner su amorosísima mirada en la miseria humana. En el fondo, ¿no es cierto que si conociéramos la verdad en todo su esplendor no podríamos apartarnos de ella? Lo que buscamos es la verdad, ella nos jalona, nos determina, aun los más abyectos seres humanos buscan la verdad, la plenitud, la felicidad. El problema no es la meta sino el medio para llegar a ella. En otro pasaje, Jesús dice “La verdad os hará libres” y ante la pregunta que le hace Pilato sobre el concepto de la verdad, Jesús calla porque el procurador romano la tiene frente a sí y no es capaz de verla, porque la verdad no es un concepto –aunque tengamos que expresarla en conceptos-, es un hombre concreto en el que se ha revelado dicha verdad, Jesús, al que paradójicamente el mismo Pilato ha mostrado a las turbas enardecidas como “El Hombre”, el hombre plenamente realizado, el auténtico, el criptograma abierto de tajo que revela al hombre lo que es el hombre.
Solamente el que se abre a esta verdad, que es invitación a descubrir en el crucificado el criterio de la vida, solamente el que abandona los criterios de la mundanidad y abraza el amor que se entrega hasta la muerte por los demás, sabrá alcanzar la plenitud para la que ha sido creado. Pero para ello, deberá recibir primero el perdón de sus delitos, el baño de gracia de aquel que nos perdona justamente cuando somos sus enemigos, cuando continuamos cada día crucificándolo con nuestras iniquidades, con nuestra cerrazón al amor y el apego a nosotros mismos. Es muy importante notar que la formulación verbal con la que Lucas nos presenta el acto de petición de Jesús al Padre por el perdón de los que le han crucificado, se encuentra en presente continuo y no en pretérito perfecto, esto quiere decir que la acción intercesora de Jesús se mantiene permanentemente, traspasando todas las barreras del tiempo y el espacio, lo cual abre la puerta de la esperanza…si Jesús continúa intercediendo por nosotros, entonces todo es posible, mi redención pende de la misericordia divina y no de mis siempre pobres e insuficientes méritos. El perdón es la posibilidad de levantarnos de nuestro polvo para emerger como hombres nuevos, redimidos y recreados.
Por ello mismo, somos invitados, todos los discípulos del Crucificado a realizar el mismo acto de salida que Jesús, a iniciar el éxodo de nuestro egoísmo para abrirnos -en medio del dolor del abandono y el aparente sinsentido- , a la miseria de los que nos injurian y crear para ellos y para nosotros el espacio regenerativo del perdón.

2.3 Tercera Palabra (Lc 23, 35-38)
<< Uno de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros! Pero el otro le increpó: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros, con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste, nada malo ha hecho” Y le pedía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” Jesús le contestó: “Te aseguro que hoy, estarás conmigo en el Paraíso” >>
Estas palabras de Jesús deben ser leídas a la luz de las anteriores en el mismo evangelio de Lucas y a la vez como el tercer paso en el itinerario espiritual del discípulo. El escenario literario y teológico es el mismo, los personajes también. Ahora hablan los malhechores, que representan las dos posibles actitudes del hombre ante el sufrimiento propio y el de Jesús. El primero en expresar su actitud es el que increpa a Jesús, tentándolo para que se salve a sí mismo y a ellos. Es evidente que este personaje es una personificación de los magistrados y la soldadesca, que al pie de la cruz gritan exigiendo la demostración del poder mesiánico de Jesús.
Fijémonos que le llaman “Cristo” (ungido o mesías), un título que Jesús nunca aceptó para sí y que inclusive pidió a sus discípulos que lo callaran ante la gente debido a la ambigüedad teológica del término. La mayoría de los judíos de aquel tiempo apostaban por un Mesías guerrero que aplastaría al imperio romano y restituiría a Israel como cabeza de todas las naciones. Es a ese Cristo del poder al que apela el primer malhechor. No hay respuesta por parte de Jesús, el bandido habla a una ficción de la mente, a una entelequia inexistente. Jesús no vence desde el poder o la realización de actos mágicos (como lo hubiera sido evidentemente bajar de la cruz por una suerte de poder telepático que hubiera hecho saltar por los aires los clavos y levitar hasta el suelo), sino por medio de la entrega extrema de la vida.
La intervención del otro malhechor sí que provoca la respuesta de Jesús. En primer lugar, responde al otro bandido haciéndole ver la equivocación de su reclamo: El sufrimiento debe causar en primer lugar “temor de Dios” y no petición de su acción mágica. El temor no se identifica con el miedo, el temor es obediencia reverencial, suspensión del limitado juicio para abrirse al Misterio insondable del Dios Amor. La respuesta cristiana ante el sufrimiento es la apertura a la misericordia divina. No es que Dios mande sufrimientos a diestra y siniestra para probar la calidad del creyente, el dolor es inherente a la creatureidad, al ser contingente del hombre y los dinamismos históricos tienen sus propias causas inmediatas, pero una vez dado el sufrimiento, en la fe, tenemos la posibilidad de abrirnos a la presencia de Dios y convertir el sufrimiento en espacio de salvación. Por otro lado, el bandido se ubica a sí mismo como culpable de su desgracia –y por lo tanto, necesitado del perdón- y se coloca en disposición de recibir la gracia. ¡Esto sí que provoca el corazón caritativo de Jesús!, que responde sobreabundantemente a la petición del bandido. Él pide a Jesús que se acuerde de su persona cuando venga con su Reino, es una esperanza cierta, pero futura. La respuesta de Jesús es para el aquí y el ahora ¡Amén, Amén, que hoy estarás conmigo en el Paraíso!
¡Hoy es el tiempo de la salvación y la plena comunión con Jesús, no tenemos que esperar más, solamente se requiere el reconocimiento de la propia culpa, la conversión y la acogida de la gracia que nos viene de la cruz.
2.4 Cuarta Palabra (Lc 23, 44-46)
<< Era ya cerca de la hora sexta, cuando se oscureció el sol y toda la tierra quedó en tinieblas hasta la hora nona. El velo del santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” Y dicho esto, expiró >>
Mediante el simbolismo de los prodigios cósmicos se presenta el cumplimiento del “Día de Yahvé” anunciado desde antiguo por los profetas y llevado a su total cumplimiento en la muerte de Jesús. La liberación definitiva del género humano ha llegado, pero de un modo inesperado, un modo que hace estallar todas las expectativas y criterios humanos. La vedada comunicación con Dios –simbolizada por el velo del templo- se rasga y en la muerte de Jesús se hace posible, precisamente por la forma en que Jesús muere. No es una muerte impuesta aunque así parezca, no es el fátum del destino el que mata a Jesús, pues él, en la muerte sabe arrojarse a los brazos ocultos de su Padre y así, vence a su Padre, a la sociedad que le asesina y a sus amedrentados discípulos que le han abandonado. Las manos simbolizan en la mentalidad bíblica la capacidad de acción transformadora, y en Dios, resulta claro que son símbolo de su economía salvífica llevada a cabo en la historia. Por otro lado, el “espíritu”-así, con minúscula- es la fuerza, la dínamis de la persona, que se concretiza o manifiesta en acciones concretas. Por ello, el que Jesús ponga en manos del Padre su espíritu, significa que Jesús entrega al Padre su fuerza, su vida entregada por y para los hombres para que él le dé cabal cumplimiento.
Esto tiene especial importancia porque Jesús –el histórico- no comprende del todo el cómo podrá convertirse en triunfo lo que parece el fracaso más absoluto de su proyecto. Nadie ha comprendido nada, ni siquiera sus discípulos, aquellos con los que ha compartido noches interminables alrededor de una fogata o de una mesa para instruirlos sobre los misterios del amor del Padre, le han abandonado y negado. Las multitudes que le han visto realizar milagros extraordinarios y ellos mismos han sido alimentados y sanados y han escuchado la buena nueva que Jesús ha traído para ellos han gritado ¡crucifícalo!
¡Cuántas veces nos hemos sentido así, fracasados, con nuestros sueños hechos pedazos, vapuleados por el rechazo de los seres queridos, abandonados por los que antaño se decían nuestros amigos! ¡Cuántas ganas nos dan en esos momentos de mandar todo y a todos al demonio! –Incluido Dios- y bajarnos de la cruz de una buena vez. No es eso lo que hizo Jesús y no es eso lo que quiere que hagan sus discípulos. El fracaso entregado a Dios puede trocarse en triunfo, los sueños despedazados pueden convertirse en la realidad más hermosa, las relaciones truncadas pueden recuperarse a un nivel jamás imaginado…sólo debemos atrevernos a repetir las mismas palabras de Jesús en la cruz: ¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu!
2.5 Quinta Palabra (Jn 19, 25-27)
<< Junto a la cruz de Jesús, estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tiene a tu hijo” Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” y desde aquella hora, el discípulo la acogió en su casa. >>
Para comprender el bello texto de Juan, es necesario descifrar su simbología. Juan gusta de utilizar a los personajes históricos (como María, el discípulo amado, etc.) como figuras representativas. Así, María –nunca llamada así en el Evangelio de Juan- representa al resto fiel israelita, a la comunidad del pueblo elegido que ha sabido aceptar al Mesías manifestado en la plenitud de los tiempos, en tanto que la figura del “discípulo amado” simboliza a la comunidad nueva, al pueblo de la economía mesiánica que ha surgido con Jesús. Al pie de la cruz se encuentran ambas comunidades, Jesús las funde en la fraternidad, invitando a ambas a reconocer la identidad y papel de ambas en el único proyecto de Dios. La “madre de Jesús” es la comunidad de la que ha surgido el Mesías, que recapitula la alianza, las promesas, la Ley, etc., por eso es “madre” de la cual proviene la salvación mesiánica. Y la comunidad nueva ha de reconocer y acoger al resto fiel israelita que se está abriendo a la novedad de Cristo, pero al mismo tiempo, la “madre” ha de abandonar su pasado e iniciar la comunión de vida con el “discípulo amado” para formar la única familia de Dios, la de aquellos que nacen al pie de la cruz y de la palabra poderosa de Cristo.
El proceso espiritual de la cruz: Sentimiento de abandono del discípulo (primera palabra) que ha de ser superado mediante el arrojado acto de perdonar a los enemigos (segunda palabra), del reconocimiento de las propias culpas para abrirse a la misericordia ya actuante del Padre (tercera palabra), y la confianza absoluta en que Dios llevará a buen puerto al que se confía en él (cuarta palabra), solamente puede ser vivido en el profundo arraigo comunional, el individualismo no tiene cabida en el cristianismo. Es imposible vivir los fatigosos y dolorosísimos pasos de la espiritualidad cristiana sin la referencia vital a los hermanos, crucificados todos en camino a la patria definitiva de la Pascua.
2.6 Sexta y séptima Palabras (Jn 19, 28-30)
<< Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una lanza una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. >>
La sexta palabra “tengo sed”, alude al Salmo 22 –ya utilizado en la primera palabra- donde se dice textualmente en el versículo 16: “Mi paladar está seco como teja y mi lengua pegada a m garganta: tú me sumes en el polvo de la muerte” En la imaginería bíblica, los órganos corporales juegan un papel simbólico y aluden a ciertas capacidades o dimensiones espirituales humanas. Así, por ejemplo, la garganta se refiere al espíritu o aliento que Dios ha insuflado en la nariz del hombre y que le permite levantarse desde su polvo para aspirar a lo trascendente. Lo que estaría diciendo el salmista es que el sufrimiento le ha llevado al punto en el que su fuerza, su espíritu parece consumirse, agostarse, secarse –de allí la sed como símbolo del agotamiento de la fuerza-.
Por otro lado, la lengua es símbolo de la palabra humana, de la capacidad para comunicarse y por lo tanto de la posibilidad de ser auténticamente persona. Pero más aún, en el pensamiento semita, la lengua se hizo para alabar a Dios, para cantar sus maravillas. Una lengua pegada al paladar, significa una palabra incapaz de pronunciarse en primer lugar como alabanza Dios y como consecuencia de comunicación significativa con los hombres.
Si esto ocurre en la experiencia de los creyentes comunes y corrientes, hay que imaginar lo que significó para Jesús. A tal grado vivió el sufrimiento divino en su naturaleza humana que se sintió enmudecido, incapaz de alabar a Dios y comunicar a los hombres la gloria de su Padre. Pero hay una forma de salir de ese auténtico estado de postración e incomunicación, y esa forma se describe con la imagen del beber de Jesús el vinagre que le ofrece el soldado romano.
Otra vez hay que descifrar el símbolo para entender el mensaje: El vino simboliza el amor, y el vinagre –vino corrompido- al odio, que no es otra cosa que el amor corrompido. Ante la entrega del Hijo de Dios, el hombre responde con su odio ¡parece que es lo único que podemos darle a Dios! ¿Y qué hace Jesús? ¡Se lo bebe!, se traga el odio del hombre que le es ofrecido en la punta de la lanza con la que momentos más tarde será traspasado. ¡Dos mundos se encuentran! El mundo de Dios que es entrega y oblatividad pura y el mundo del hombre que solamente es capaz de odiar la verdad y la vida que de ella procede. ¡No importa, -dice Dios- si eso es lo único que me puedes dar, lo recibo! El loco amor de Dios por el hombre es la garantía de la vida de éste. Y ese beber de Jesús del vinagre humano, hace que todo se cumpla, que el proyecto pensado por Dios desde antiguo tome cabal cumplimiento ¡Nada puede detener el torrente salvífico del Dios que se entrega, ni siquiera el odio de los destinatarios de esa entrega! ¡Todo se ha cumplido!
El discípulo es incitado a beber del mismo cáliz del Hijo, a acoger el corrompido amor de sus hermanos, a romper las cadenas del sufrimiento desesperanzado y desde el espíritu agostado, en el abrazo fraterno del que asume el odio del mundo, hacer cumplir el proyecto del Padre. Todo inicia con el sentimiento del abandono de Dios y culmina con la expiración del espíritu que ha de ser recogido por el Padre y unido al de Cristo, para hacer cumplir en todo y para todos la justicia del Reino.

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