sábado, 30 de abril de 2011

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL 1 DE MAYO DEL 2011


2° DE PASCUA CICLO A

Hch 2, 42-47; En los primeros días de la Iglesia, todos los hermanos acudían asiduamente a escuchar las enseñanzas de los apóstoles, vivían en comunión fraterna y se congregaban para orar en común y celebrar la fracción del pan. Toda la gente estaba llena de asombro y de temor, al ver los milagros y prodigios que los apóstoles hacían en Jerusalén. Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Los que eran dueños de bienes o propiedades los vendían, y el producto era distribuido entre todos, según las necesidades de cada uno. Diariamente se reunían en el templo, y en las casas partían el pan y comían juntos, con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y toda la gente los estimaba. Y el Señor aumentaba cada día el número de los que habían de salvarse.
La experiencia de la Pascua pasa en la casa de Dios
Jorge Arévalo Nájera
Seguramente que Usted, amable lector ha escuchado en algún lugar la siguiente expresión: “Creo en Dios (o en Jesús), pero no en la Iglesia”, yo se lo he escuchado decir explícitamente a personas que se consideran creyentes y que aseguran tener una relación personal con Jesús, pero también de modo implícito se lo he escuchado decir a personas que pertenecen a alguna Iglesia de las consideras “históricas” (Católica Romana, Ortodoxa, Luterana, etc.)
Cuando alguien –por ejemplo- se dice católico  pero desoye las enseñanzas oficiales de su Iglesia a través de las pronunciaciones del Papa o de su Obispo, e inclusive toma una postura antagónica ante esta enseñanza, está afirmando que cree en Jesús pero no en su Iglesia. Un caso –gracias a Dios no típico- muy claro en el que ésta idea es llevada hasta el extremo es el del grupo autodenominado “Católicas por el Derecho a Decidir” que se muestran totalmente a favor del aborto bajo ciertas condiciones que ellas mismas han decidido lo justifican. La Iglesia ha enseñado siempre y sin vacilaciones que el aborto es un asesinato flagrante que atenta contra el Evangelio al atentar contra la sagrada vida humana.
Pues bien, en el contexto de la Pascua, las lecturas de hoy apuntan hacia una característica irrenunciable de la manifestación del resucitado a sus discípulos: ¡La experiencia pascual es una experiencia que se da en comunidad o lo que es lo mismo, en eclesialidad! ¡Sí, digámoslo claramente y sin ambigüedades, a Jesús resucitado o se le experimenta en la Iglesia o no se le experimenta de ningún modo!
Y esto no es capricho o “manipulación de los oscuros poderes de la jerarquía que quiere aprovecharse y mantener oprimidos a las masas incultas incapaces de pensar y decidir por sí mismas” como me dijo alguna vez un feroz –pero ignorante- detractor de la Iglesia.
¿Es posible separar al cuerpo físico de la conciencia personal sin matarla? Evidentemente que no, y lo mismo pasa si consideramos a la Iglesia como el “cuerpo de Cristo”, imagen eclesiológica típicamente paulina o si recordamos la imagen jesuana de la vid (él mismo) en la que están arraigados los sarmientos (la Iglesia). No cabe duda que Jesús estableció una relación indefectible, permanente, irreductible entre él y sus discípulos. Mucho me temo que la negación de este vínculo y la falaz ideología de que es posible relacionarse con Jesús sin una referencia vital a su Iglesia es fruto, por una parte, del desconocimiento de la eclesiología del Nuevo Testamento.  ¡El cristiano en términos generales no sabe lo que es la Iglesia!
Por otro lado, hay un profundo desencanto –no podemos negarlo- hacia las autoridades eclesiales, a las que el pueblo siente lejanas, ajenas, desvinculadas de su vida. Además, los medios de comunicación se han encargado de divulgar a nivel masivo los errores y pecados de algunos jerarcas y eso ha provocado una falsa imagen general de la jerarquía eclesiástica.
Y para acabar de cerrar el círculo, el hombre contemporáneo tiende hacia una comprensión autoafirmante e individualista de la persona, de tal modo que él posee el derecho de autoerigirse como criterio absoluto de la moral y por lo tanto, siente como una imposición arbitraria y despótica cualquier norma que venga de fuera de él.
Estos son errores que urge corregir, divulgando una imagen adecuada del misterio eclesial y favoreciendo la comprensión de la persona humana en términos de relación, de solidaridad, de autoafirmación relativa que atiende para el logro de éste proceso a los otros, a los prójimos que no son simples objetos a su servicio, sino espacio fundamental de encuentro humanizador.
A este respecto, la primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos aporta una imagen paradigmática de la Iglesia, en la cual las notas esenciales son: acudir asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fraternidad, oración comunitaria y vida eucarística.
Tanto los apóstoles (los que enseñan) como el pueblo (los que acuden a recibir la enseñanza) forman parte de la única Iglesia de Cristo, pero en este caso, los apóstoles garantizan la transmisión íntegra y sin desviaciones de la Buena Nueva que les ha sido comunicada por Cristo. Pero los apóstoles no son un grupo que ha quedado encerrado en el pasado, en la Palestina del siglo I de nuestra era, sino que ha ido actualizando su apostolicidad a los obispos de todos los tiempos y lugares, que legítimamente enseñan al pueblo de hoy la única doctrina y praxis emanada de Cristo mismo.
Desde luego que esta vinculación a los orígenes apostólicos mediante la enseñanza de los obispos no significaría nada si se quedara en una mera transmisión doctrinal sin incidencia transformadora en el mundo. De aquí, que la siguiente nota esencial de la Iglesia, la fraternidad, resulte ser la concreción visible y garantía de que se está recibiendo auténticamente la tradición apostólica.
En efecto, la fraternidad es el subversivo modo en el que la Iglesia confronta al mundo al mismo tiempo que le muestra la realidad histórica del señorío de Cristo, el Reino de Dios. Pero la fraternidad –relación interpersonal entre hermanos porque hijos del mismo Padre- no es una utopía más, en realidad es una forma de vida con referencia comunitaria permanente al Padre (oración) y la compartición efectiva de la vida y las posesiones (fracción del pan, eucaristía).
 Sin esto, es imposible que la Iglesia sea lo que está llamada a ser, una comunidad alternativa para la sociedad y por ello estimada en su especificidad, una comunidad que así se convierta en polo de atracción irresistible porque en ella se refleja la luz que “alumbra a todo hombre viviendo a este mundo[1]”.
Gracia y paz.


[1] Jn 1,9

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