lunes, 27 de agosto de 2012

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL 2 DE SEPTIEMBRE DE 2012


XXII DOMINGO ORDINARIO CICLO B

1.      LECTURAS
Deuteronomio 4, 1-2. 6-8: << Moisés habló al pueblo, diciendo: - "Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar. No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada; así cumpliréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy. Ponedlos por obra, que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: "Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente. "Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos? Y, ¿cuál es la gran nación, cuyos mandatos y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?" >>
Salmo 14: << ¿Quién será grato a tus ojos, Señor? El que procede honradamente / y practica la justicia, / el que tiene intenciones leales / y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo / ni difama al vecino, / el que considera despreciable al impío / y honra a los que temen al Señor. El que no presta dinero a usura / ni acepta soborno contra el inocente / El que así obra nunca fallará. >>
Santiago 1, 17-18. 21b-22.27: << Mis queridos hermanos: Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros, en el cual no hay fases ni períodos de sombra. Por propia iniciativa, con la palabra de la verdad, nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas. Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo. >>
Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23: << En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.) Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús "¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores"? Él contesto: / "Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: / "Este pueblo me honra con los labios, / pero su corazón está lejos de mí. / El culto que me dan está vacío, / porque la doctrina que enseñan / son preceptos humanos."  
Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres." Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: "Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro". >>
2.      REFLEXIÓN
LA PALABRA SE ESCUCHA PARA CUMPLIRLA
Jorge Arévalo Nájera
No todas las palabras obligan, algunas no merecen siquiera ser escuchadas, otras captan nuestra atención y las tomamos en consideración porque de alguna forma nos aportan elementos enriquecedores para la visión de conjunto que tenemos de la realidad. Otras palabras nos resultan gratas porque son halagadoras y satisfacen nuestro ego, otras más nos parecen detestables porque van en contra de lo que consideramos la verdad, nuestra verdad desde luego.
Pero solamente una palabra es absolutamente indispensable, vinculante y necesaria para el pleno desarrollo del hombre. Es una palabra que no nace del mundo, no brota de las categorías intrahistóricas –aunque se expresa lingüísticamente mediante palabras humanas- y por ello mismo no se agota, no se puede explicar del todo desde dichas categorías. Esa palabra ha sido pronunciada desde la eternidad,  no se asfixia en la inmanencia sino que hace explotar lo inmanente y lo pulsiona hacia lo trascendente, hacia lo eterno. Evidentemente estoy hablando de la Palabra de Dios que es Él mismo en cuanto se hace inteligible para el hombre, encarnado en lenguaje humano, entregado en la fragilidad de una cultura (la semita) y un tiempo determinados (entre el siglo XIX a.C y comienzos del s. II d.C)
Pero esa Palabra se ha pronunciado no para ser contemplada en una especie de actitud mística interiorista, sino para ser escuchada y obedecida. No hay medias tintas, ante ella no caben las tibiezas y las pospuestas –so pena de entrar de lleno en el terreno de la muerte y el fracaso existencial-. Esa Palabra es portadora de la misma vida intradivina que quiere liberar y salvar al hombre. Por ello, se codifica en forma de ley, de precepto y mandato.
La mentalidad contemporánea pone barreras inmediatas cuando escucha palabras tales como “ley”, “mandato”, “obediencia”, etc., porque de manera refleja piensa en imposición arbitraria, en tiranía, en sojuzgamiento y servilismo, todo ello contrario a la dignidad y naturaleza humana. Y esto debe ser así, estamos obligados a profetizar en contra de todo poder despótico. La pregunta es ¿habla la Escritura de este tipo de sometimiento a la Palabra? La respuesta debe ser clara y contundente ¡de ningún modo!
Dios es el único Señor que al ordenar libera, al mandar instruye en los caminos de la libertad y previene sobre los peligros de ejercer una autonomía absoluta. En efecto, ya en la primera mañana de la creación, cuando el hombre es creado y colocado en el mítico jardín de Edén, recibe el primer mandato divino que es formulado como una prohibición << Del árbol de la ciencia del bien y del mal y del árbol de la vida no comeréis, porque de hacerlo moriréis sin remedio >>[1]
En realidad lo que Dios está haciendo es otorgar a Adán (símbolo de la humanidad) el don inefable de su propio misterio creatural. El hombre es esencialmente creatura y por lo tanto, ser dependiente, relativo, en íntima  e indefectible relación de dependencia con su Creador. No se trata de minusvalorar al hombre (Dios mismo ha pronunciado embelesado al contemplar su creación: ¡Todo es muy bueno!) sino de mostrarle su identidad, desde la cual y sólo desde la cual puede alcanzar la plenitud de su existencia. Solamente desde una perspectiva altanera y ególatra puede interpretarse el texto bíblico como una imposición tiránica por parte de Dios.
En ningún momento se dice que los frutos del árbol de la vida y del conocimiento no sean para el hombre, lo que pasa es que la vida y la sabiduría son dones que la creatura debe aprender a recibir y renunciar a mirarlos como logros adquiridos desde las solas fuerzas humanas.
Desde este punto de vista puede entenderse rectamente la enseñanza del Deuteronomio. En el texto de la primera lectura, Moisés se presenta como el portador de la legislación del mismo Señor. Por esta razón, el pueblo es conminado a no agregar ni quitar absolutamente nada a los mandatos y decretos de Yahvé. Aquí conviene aclarar que Dios no está sancionando como inválida la interpretación y actualización de su Ley. De hecho, desde los tiempos más remotos los escritos sagrados fueron interpretados y actualizados por los mismos escritores sagrados para iluminar las problemáticas concretas de sus comunidades históricas y es por ello que encontramos variaciones en textos que fueron intercalados en escritos posteriores a los originales. Por otro lado, una interpretación literalista de este mandato mosaico acabaría tachando a las traducciones de heréticas y diabólicas, además de que ya no tendríamos acceso a la Palabra porque no existe un solo original de la Biblia.
Más bien se trata de un asunto de radicalidad en la línea del espíritu de la ley: no agregar significa no hacer decir a la Palabra cosas que nada tienen que ver con la intención del autor y no quitar significa no reducir la radicalidad de la enseñanza. Lo que importa finalmente es que la Palabra debe ponerse por obra para que pueda generar libertad, plenitud, gozo, conquista del yo, testimonio capaz de atraer hacia la luz a los hombres que nos rodean. Y es que la Palabra/Ley no consiste en una serie de preceptos legales, sino en una enseñanza vital, en una forma de vida que ha de interiorizarse para que pueda transformar la vida: formar hombres justos, honrados, con dominio de sí (refrenar la lengua), de una sola pieza (de corazón puro), incapaces de difamar a su prójimo (hablar mal de alguien aunque se tenga la razón es difamar), desestimar las ideologías del impío, renunciar a negociar con las necesidades o carencias de los demás (no prestar con usura) y rechazar toda clase de corrupción (Salmo).
La carta de Santiago pone el dedo en la llaga; Un religiosidad que no presta oídos a la Palabra, que no la pone en práctica es un autoengaño. Y bien sabemos que el padre de la mentira es el Diablo. Lo que está diciendo el autor de la carta es tan simple como duro: los que se dicen creyentes pero no viven la Palabra son hijos del Diablo, porque viven en la mentira. La única fe/religión que es pura e intachable a los ojos de Dios Padre es la que pasa por el encuentro con los pobres, con los excluidos, con los que peor lo pasan en la sociedad (simbolizados en el texto por las viudas y los huérfanos) y la que se vive desde las categorías de Cristo (entrega, servicio, amabilidad, mansedumbre, pobreza espiritual, corazón indiviso, etc.) y no desde las ideologías idolátricas y tiranas del mundo.
El evangelio de Marcos nos advierte sobre las consecuencias de convertir la fe en una práctica superficial de mandatos y normas que no tocan el corazón. Estamos ante la mentalidad farisaica. Pero no pensemos tan apresuradamente que Marcos se refiere a unos sinestros personajes del pasado. A poco de profundizar en el texto descubriremos que esta mentalidad impera entre los mismos cristianos del siglo XXI.
Los fariseos no eran en modo alguno malas personas, en su tiempo eran considerados como referentes positivos de la más pura fe israelita y el pueblo les admiraba y buscaba –sin conseguirlo jamás- imitarlos. Su celo por la Ley era admirable, pero el problema –según Jesús- era que habían convertido el cumplimiento de los preceptos en un absoluto y se olvidaban de la intención originaria de la Ley que era liberar y ayudar a los sufrientes y oprimidos. A tal grado habían convertido su ideología en un ídolo que, por ejemplo, no aceptaban que se curara en sábado a una persona que sufría simple y sencillamente porque un precepto lo impedía. El precepto tenía la intención de salvaguardar el objetivo del sábado, que era generar un espacio de encuentro entre Dios y su pueblo, y se querían evitar todas las distracciones para que el hombre aprendiera a relativizar las ocupaciones del mundo y darle la primacía a la relación vital con Dios, pero de ningún modo Dios avalaba el desprecio de la vida humana para poner por encima el cumplimiento casuista de la norma que se convierte en “tradición de hombres”.
Las abluciones (o lavatorios rituales) que los fariseos tanto defienden en el texto no tienen nada que ver con cuestiones higiénicas, sino con ritos purificatorios de la inmundicia espiritual. A Jesús no le preocupan en absoluto estos ritos porque él considera que realmente lo que contamina al hombre y causa el sufrimiento y la maldad en el mundo no tiene nada que ver con ritos religiosos sino con la ideología alienante que favorece la religiosidad ritualista y se olvida de las necesidades urgentes de los hombres (de las cuales es símbolo el hambre de los discípulos que comen el pan sin lavarse las manos).
Cuando aliviar el sufrimiento de los otros deja de ser la prioridad del creyente, entonces se suceden como en una cascada de muerte y perversión, toda clase de desgracias: homicidios (la vida a disposición del hombre), fornicaciones (adulteración del amor y desvalorización del misterio sagrado del otro), codicia (si el otro es prescindible, entonces no hay barreras para hacerme de lo que es suyo), etc.
No cabe duda, son los valores que asumimos los que nos dividen (hacen impuro nuestro corazón) o nos purifican (nos unen internamente y con los demás).
Gracia y paz.


[1] Gn 2,4-17

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