martes, 13 de agosto de 2013

REFLEXIÓN DOMINGO 18 DE AGOSTO DE 2013 20° ORDINARIO CICLO C


1.- LECTURAS
Jr 38, 4-6.8-10: << Los jefes dijeron al rey: “Que este hombre sea condenado a muerte, porque con semejantes discursos desmoraliza a los hombres de guerra que aún quedan en esta ciudad, y a todo el pueblo. No, este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”. El rey Sedecías respondió: “Ahí lo tienen en sus manos, porque el rey ya no puede nada contra ustedes”. Entonces ellos tomaron a Jeremías y lo arrojaron al aljibe de Malquía. Ebed Mélec salió de la casa del rey y le dijo: “Rey, mi señor, esos hombres han obrado mal tratando así a Jeremías; lo han arrojado al aljibe, y allí abajo morirá de hambre, porque ya no hay pan en la ciudad”. El rey dio esta orden a Ebed Mélec, el cusita: “Toma de aquí a tres hombres contigo, y saca del aljibe a Jeremías, el profeta, antes de que muera”. >>
Sal 39: << Esperé confiadamente en el Señor: él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso; afianzó mis pies sobre la roca y afirmó mis pasos.  Puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos, al ver esto, temerán y confiarán en el Señor. Yo soy pobre y miserable, pero el Señor piensa en mí; tú eres mi ayuda y mi libertador, ¡no tardes, Dios mío! >>
Hb 12,1-4: << Por lo tanto, ya que estamos rodeados de una verdadera nube de testigos, despojémonos de todo lo que nos estorba, en especial del pecado, que siempre nos asedia, y corramos resueltamente al combate que se nos presenta. Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Piensen en aquel que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre. >>
Lc 12, 49-53: << Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!  Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra». >>


2. REFLEXIÓN
PROFETAS QUE SON SIGNOS DE CONTRADICCIÓN PARA EL MUNDO
Jorge Arévalo Nájera.
Si a Usted, amable lector su catequista o su predicador favorito le ha vendido la idea de que el cristianismo es una experiencia de pacificación, de ausencia de conflicto, de armonía con el cosmos y con los hombres, que seguir a Jesús convertirá su vida en una especie de idílico edén en el que el sufrimiento y la carencia pasarán a la historia, lamento decirle que le han tomado el pelo o al menos le han transmitido una idea errónea.
 Es verdad que acoger el llamado de Jesús con fidelidad, traerá un estado de vida –siempre como fruto de la gracia- transido de plenitud, de gozo que no se acaba, de alegría que penetra misteriosamente hasta el más recóndito rincón del alma, pero esto no significa de ningún modo ausencia de sufrimiento, lágrimas de sangre derramadas, soledad y abandono. Todo lo contrario, aquel que se convierta a la Buena Noticia proclamada por el Maestro deberá contar seriamente con persecuciones, infamias, oposición violenta a su forma de vivir, esto es inherente a la vida cristiana porque esta vida da testimonio de un Dios que está en contra decididamente de toda forma de opresión y que está del lado –a tal grado que es capaz de dar la vida por ellos colgado de una cruz- de los que son aplastados y pisoteados por los poderosos de este mundo y sus esbirros.
Pero dejemos que las mismas lecturas que hoy nos son proclamadas en la Asamblea Eucarística nos guíen a una más plena comprensión de este misterio y pidamos al Señor que nos conceda su poder y un corazón dócil y valiente para abrirnos a su influjo.
El episodio de Jeremías nos pone un triste ejemplo de este sufrimiento que acarrea al profeta su fidelidad a la palabra de Dios, cuando el pueblo y sus líderes no la quieren escuchar. Él tenía que anunciar la destrucción del templo, de la dinastía davídica y de la ciudad de Jerusalén, por no querer someterse a Babilonia en ese momento. Era como poner punto final a las solemnes promesas hechas por Natán y otros profetas a David y a su ciudad capital, Jerusalén. Además, este descendiente de sacerdotes, debe predecir la ruina del templo salomónico. No le gustaban para nada esas desgracias que le tocaba anunciar, y sufrió enormemente por causa de esa misma palabra dura que debía predicar; pero lo que pretendía era precisamente que eso no ocurriera, porque si escuchaban sus oráculos y se convertían, se evitarían esas catástrofes.
No logró esa conversión del pueblo, y menos aún de los líderes religiosos y políticos. Más bien logró esa división entre unos y otros, pues hasta entre el alto liderazgo político encuentra opositores, mientras el rey se deja llevar del viento político que sopla en cada momento. Pero la palabra de Dios y su profeta no son un viento cambiante, sino una palabra firme y segura, que exige cambiar de mente y de conducta; que pide una opción radical de parte de los oyentes.
La respuesta del salmista a la proclamación de la primera lectura, parece retomar, por una parte la experiencia misma del profeta que es rescatado por Dios de una muerte segura y por otra parte, a nivel espiritual nos invita a abrirnos a la confianza plena en que por más difícil o desesperada que sea una situación, el Señor no abandona a los que le son fieles y anuncian sin componendas facilonas el mensaje que Él nos encomienda.
La carta a los Hebreos, pone las cosas en la perspectiva correcta y precisa el parámetro que debe regir la vida del cristiano; ese parámetro es Cristo mismo en cuanto entregado por y para los hombres hasta el límite del derramamiento de la sangre.
En otras palabras, si el discípulo se pregunta sobre cuál es el término del amor, hasta dónde debe llegar su servicio a los demás –especialmente a los enemigos-, la respuesta se encuentra en la imagen del crucificado que ha derramado su sangre para bien de todos.
En el evangelio de Lucas, parece que Jesús cambia radicalmente su mensaje. La Buena Nueva nos parece tan hermosa, tan atenta a los débiles y pequeños, tan llena de amor y solicitud hasta por los pecadores y enemigos, que su mensaje no puede ser otro que el de una gran paz y armonía entre todos los hombres. Eso es lo que proclamaban ya los ángeles en el momento del Nacimiento (Lc 2, 24) y lo que vuelve a proclamar el Resucitado apenas se deja ver por los discípulos atemorizados (Lc 24,20-21). Aquí, sin embargo, Jesús parece decir todo lo contrario. Su mensaje no viene a producir paz y concordia entre todos, sino que lleva a la división incluso entre los miembros más allegados de la familia, padres e hijos, nueras y suegras.
Pero no se trata de cualquier mensaje, de cualquier propuesta, sino de la presencia misma del Reino de Dios en sus palabras y sus gestos, en sus milagros y sus actuaciones. No cabe oír esa Buena Nueva del Reino y permanecer neutral o indiferente; no cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre. Por eso hay que optar con pasión, hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios muy radicales en la vida, cambios en las estructuras que nos resultan más sagradas, tales como los vínculos familiares, por muy respetables que estos sean. El que no pone por delante a Jesús, incluso sobre su propia familia, no puede ser su discípulo (Lc 14, 26).
O los discípulos somos y actuamos como un signo viviente de contradicción para un mundo estructurado sobre cimientos claramente antievangélicos o simplemente no merecemos ser llamados seguidores del Cristo. Por eso, hoy conviene preguntarnos con toda seriedad si de algún modo somos perseguidos a causa del Reino, si nuestro modo de comportarnos incomoda o interpela a los que nos rodean, porque si no es así, lo más probable es que no estemos viviendo el Evangelio del único modo que es válido vivirlo y tal vez nuestra supuesta relación con Jesús no sea más que una mascarada, una ficción de nuestra mente para sentirnos tranquilos de cara a Dios.

Gracia y paz.

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