lunes, 26 de mayo de 2014

REFLEXIÓN SOBRE LAS LECTURAS DEL 1 DE JUNIO DEL 2014 LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR CICLO A

1. LECTURAS
 Hch 1,1-11: El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio, hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días».        Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» El les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad,            sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco       que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.»         
Ef 1,17-23; Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa,      que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Bajo sus pies sometió todas la cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo.       
Mt 28,16-20: Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.          
Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»         
2. REFLEXIÓN
Un Señor que asciende a los cielos para que sus discípulos se entrañen en la tierra.
Jorge Arévalo Nájera
Hoy, la Iglesia entera celebra jubilosa el triunfo definitivo de su Señor, que “sube” allende las fronteras de la historia para volver de su auto-exilio, al lado de su Padre y del Espíritu. Sin embargo, conviene aclarar de inmediato que la Ascensión no puede ni debe interpretarse en sentido “espacial”, como si de un pasar del mundo físico al mundo invisible se tratara.
La resurrección y la ascensión de Cristo (formas diversas de hablar del mismo acontecimiento) no son una fuga del tiempo y la historia, todo lo contrario, constituyen  la más radical presencia en las entrañas del mundo del hombre, del cosmos mismo “He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo”.
Por eso, la festividad de la Ascensión es la fiesta de la presencia fontal del Hijo en la urdimbre de la historia. Una vez que el Verbo se ha encarnado y asumido la naturaleza caída del hombre, que ha vencido a la muerte y al pecado, a la violencia y al odio mediante su entrega total en la cruz, ahora, en el poder del Espíritu asciende victorioso llevando hacia su Padre al mundo entero.
Pero, ¿de qué manera garantiza su presencia permanente? La respuesta es impresionante y a poco de meditarla causa vértigo, desestabiliza y mete en serios predicamentos, porque confronta fuertemente nuestra vivencia de la fe. Y es que resulta que Jesús encomienda a sus frágiles y temerosos discípulos -en la lectura de los Hechos parece que no comprenden absolutamente nada pues se quedan mirando la subida de Jesús a los cielos, estáticos, pasmados, y se adivina que un sentimiento de desamparo y abandono los inunda- la gloriosa y al mismo tiempo imposible tarea de hacerlo presente a los hombres.
Gloriosa porque se trata ni más ni menos que de ser sus testigos hasta los confines de la tierra y un testigo es alguien cualificado que da testimonio de lo que le consta. De tal manera que no cualquiera puede ni debe hablar de Jesús y su mensaje, solamente aquellos que le han visto y escuchado, que le han tocado, que han mojado su pan en el mismo plato del Señor, que se han recostado sobre su pecho, tienen el derecho de ser sus testigos en el mundo.
Desde luego que no niego que Jesús, de algún modo sea patrimonio universal, sus enseñanzas éticas, su valor profético, su solidaridad con los marginados, la reivindicación que hace de la dignidad de la mujer en medio de una sociedad machista y excluyente, pueden y deben ser asumidos por todas las sociedades que quieran evolucionar hacia una humanización verdadera.
Sin embargo, el testimonio específicamente cristiano no es iniciativa humana, no brota de la admiración por el rabí galileo o por sus enseñanzas éticas. El testimonio del discípulo brota del empoderamiento que Cristo mismo otorga a aquellos que se adhieren existencialmente a su propuesta, que le aman y guardan su mandamiento de amarse los unos a los otros con un amor de entrega y receptividad total y que están dispuestos a dejarse crucificar para derrotar el odio y la violencia imperantes en el mundo.
Precisamente la palabra “mártir” significa “testigo” en el sufrimiento, en el derramamiento de la sangre/vida para hacer presente de una manera viva y eficaz al Hijo de Dios ascendido a los cielos. Mientras la Iglesia –e Iglesia somos todos los bautizados- no asumamos con arrojo y valentía el don/tarea con que Cristo nos ha regalado para el mundo, no pasaremos de ser una institución humana más, eso sí, poderosa y bien organizada, capaz de edificar los más suntuosos recintos y de elaborar las más solemnes y bellas liturgias, pero al fin y al cabo intrascendente, carnal y por ello incapaz de constituir una real alternativa para la sed y el hambre de trascendencia que el mundo tiene.
Si nos quedamos como los varones galileos del texto de los Hechos “mirando fijamente al cielo”, perderemos la oportunidad de mirar el sufrimiento de los hombres que claman a ese mismo cielo por justicia y equidad, por paz y oportunidades. Perderemos la oportunidad de ver los corazones destrozados de nuestros hermanos que imploran nuestra compasión y solidaridad. Y perderemos también la espléndida chance de vivir embelesados recostando nuestra cabeza en el pecho del Señor.
Esa es “la esperanza a la que hemos sido llamados”, esa es “la riqueza de la gloria que nos ha sido otorgada como herencia” ¡la filiación!, don del Hijo en la cruz de donde mana el torrente vivificante del Espíritu. El camino del discípulo es el mismo que el de Cristo: muerto/asesinado-resucitado/exaltado-empoderado/sentado a la diestra del Padre.
En efecto, somos llamados a ser sus testigos (entregando la vida por los enemigos), resucitados por el Poder/Espíritu que levantó a Jesús de entre los muertos (exaltados en el Hijo, por el Hijo y con el Hijo a la diestra del Padre) y empoderados para sumergir a todos en el misterio del amor trinitario, fuente de una sociedad universal, que amando, rompa las cadenas que aprisionan el corazón del mundo.

Gracia y paz.            

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