1.
LECTURAS
Hechos de los Apóstoles 4, 32-35: << La multitud de los creyentes tenía un solo
corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que
todo era común entre ellos. Los
Apóstoles daban testimonio con mucho poder de la resurrección del Señor Jesús y
gozaban de gran estima. Ninguno padecía
necesidad, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían y ponían el
dinero a disposición de los Apóstoles, para que se distribuyera a cada uno
según sus necesidades.
Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24: << Que lo diga el pueblo de Israel: ¡es eterno su
amor! Que lo diga la familia de Aarón: ¡es eterno su amor! Que lo digan los que
temen al Señor: ¡es eterno su amor! «La mano del Señor es sublime, la mano del Señor hace proezas.» No, no moriré: viviré para publicar lo que
hizo el Señor. El Señor me castigó
duramente, pero no me entregó a la
muerte. La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos. Este es el día
que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él. >>
1 Juan 5, 1-6: << Queridos hermanos: El que
cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y el que ama al Padre ama
también al que ha nacido de él. La señal de que amamos a los hijos de Dios es
que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. El amor a Dios consiste en
cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga, porque el que ha
nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es
nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el
Hijo de Dios? Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el
agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el
Espíritu es la verdad. >>
Juan 20, 19-31: << Al atardecer de ese mismo
día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se
encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en
medio de ellos, les dijo: « ¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les
mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando
vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: « ¡La paz esté con ustedes! Como el
Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló
sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados
a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los
retengan.» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con
ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: « ¡Hemos visto al
Señor!» Él les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no
pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.»
Ocho
días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba
con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso
en medio de ellos y les dijo: « ¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás:
«Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado.
En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.» Tomás respondió: « ¡Señor mío y Dios mío!» Jesús
le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber
visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus
discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido
escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y
creyendo, tengan Vida en su Nombre. >>
Comunión
y testimonio para hacer experiencia del Resucitado
Jorge
Arévalo Nájera
Hablemos
claro y fuerte; ¡Si no es posible tener un contacto real y personal con Jesús
Resucitado entonces el cristianismo es una farsa y más valdría a los creyentes
buscar otros caminos que satisfagan sus búsquedas!
Recuerdo
con viveza una etapa de crisis en mi vida de fe; un domingo de Pascua, estando
en la celebración eucarística, plantado frente a una imagen de Jesús Buen
Pastor, la duda llegó de repente, como una ola avasalladora que te toma
desprevenido, te golpea y arrastra al fondo del mar y el pánico te invade. ¿Será
verdad que resucitó Jesús? ¿No será todo un engaño, tal vez no de mala fe, pero
un engaño a fin de cuentas? ¿No habrá terminado todo en la cruz y la única
actitud sensata será, como los peregrinos de Emaús, regresarme a mi aldea y
continuar con la vida de antes?
La
piedra angular de mi vida, la que sostenía todo y desde la cual interpretaba mi
propia identidad y daba sentido existencial a mi vida, parecía no estar de
repente y todo amenazaba con derrumbarse. Fue realmente un momento –demasiado largo
para mi gusto- angustiante. ¿Cómo puedo relacionarme con alguien al cual no
puedo ver, escuchar ni tocar? Las mediaciones me estorbaban, me parecían un
mero pretexto para engañar bobos.
Lo
más absurdo era que en mi corazón no desaparecía el amor por Jesús y ese amor
me lastimaba porque el amor exige de suyo el contacto real con el amado y era
frustrante amar a un muerto. El Señor fue misericordioso conmigo y finalmente
me dio la certeza en la fe sobre la realidad de la Pascua, pero esto significó
un proceso largo y fatigoso no exento de trabajo espiritual en el que tuve que
dar pasos concretos para preparar mi corazón para la experiencia del
Resucitado.
Las
lecturas de este domingo nos muestran precisamente la interacción absolutamente
necesaria entre la gratuidad de la manifestación libérrima del Resucitado y la
actitud discipular que permite recibir y captar con hondura la realidad inédita
de la resurrección.
En
la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles,
se nos muestra el contexto propio y primario de la experiencia del Resucitado:
la Iglesia, o mejor aún, el ámbito eclesial. No se trata de pertenecer
nominalmente a una institución, sino de una actitud existencial que se llama
eclesialidad y que se encuentra articulada sobre dos ejes: la koinonía (comunión/compartición) y el
testimonio de vida.
Hablo
aquí del término “Iglesia” en su sentido más amplio, en cuanto al conjunto de
seres humanos que son convocados por Dios a la vida en el amor y responden
positivamente uniéndose de diversas maneras para construir la sociedad
alternativa proyectada por Dios y manifestada por Jesús. Sin embargo, no niego
que la eclesialidad universal conozca un punto de inflexión sacramental en la
comunidad que se reúne para celebrar el Misterio el primer día de la semana, el
Dies Domini (el Día del Señor o
Domingo), pero esa reunión celebrativa no es excluyente sino que abraza los
esfuerzos de todos los hombres de buena voluntad para vivir la eclesialidad universal.
Pues
bien, es en este ámbito sacramental/eclesial que se da la experiencia del
resucitado. Hoy es común escuchar la falsa e ilusoria premisa de que es posible
relacionarse con Jesús en la privacidad de la intimidad personal, sin
referencia a la Iglesia. Desengañémonos, esto NO ES POSIBLE si atendemos a la
revelación unánimemente constatada en la Sagrada Escritura. Desde luego que es
posible para la mente humana construir una “relación” intimista con Jesús, que
inclusive puede parecer –y aquí radica el principal peligro- verdadera, emotiva
y sincera, pero esto no quiere decir que sea real.
Lo
único que garantiza el espacio para la manifestación del Resucitado es estar
insertado en una dinámica eclesial, permanecer unidos indivisiblemente en un
mismo criterio de discernimiento de lo real (un mismo corazón) y un mismo impulso
vital que conduce la vida (una misma alma). Pero con esto, no está dicho todo,
esa unidad debe hacerse visible y concreta en la koinonía (comunión) y el marturéo
(testimonio) de cara al mundo.
En
efecto, no hay experiencia del Resucitado sin la compartición de bienes y de
vida. Mientras los que se dicen discípulos de Cristo no practiquen la
compartición real y efectiva de bienes materiales y espirituales, ad intra (hacia dentro de la misma
comunidad) y ad extra (hacia fuera de
ella misma), no puede hablarse de cristianismo auténtico. La prueba irrefutable
de que algo no anda bien en una comunidad que se dice cristiana es el desfase
entre pobreza y riqueza en su interior. Si hay hermanos que tienen carencias
elementales en el rubro económico mientras que hay otros que viven
opulentamente, entonces esa comunidad, simple y sencillamente no es cristiana,
puede ser un conjunto de aspirantes al discipulado, un grupo de fans del Jesús
revolucionario, carismático o maestro de moral, pero no es todavía comunidad de
discípulos que siguen las huellas de Jesús Mesías.
Pero
tampoco lo es si no existe el testimonio de una vida congruente entre lo que se
dice creer y lo que se vive. Al cristiano no se le pide perfección al estilo
griego en la vivencia de las virtudes, sino opciones reales que demuestren una
progresiva adhesión a Cristo. Se puede caer e inclusive retroceder, pero no se
permite claudicar, el cristiano se define como un caminante permanente que se
levanta de todas las caídas y vuelve a retomar el camino con la mirada transida
de esperanza porque puesta siempre en Jesús que le precede. Ese es el
testimonio que el mundo espera y necesita de los cristianos.
Por
otro lado, la koinonía y el testimonio son la prueba eficaz de que se ama a Cristo,
porque, como dice la 1 Jn, el amor a Dios se verifica en el amor a los
hermanos (koinonía) y de este modo se
cumplen sus mandamientos y se muestra la fe/adhesión existencial a Jesús. Los
hijos de Dios, los que han nacido de lo alto (la cruz) y ahora experimentan la
fuerza invencible del Resucitado no saben ni pueden vivir de otro modo.
Dice
el autor de la carta que << Jesucristo
vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y
con la sangre. >> En muchos textos del AT se relacionan íntimamente el
símbolo del agua y la Palabra de Dios
(cf. Is 55,10-11, texto que acabamos de escuchar en la liturgia de la Vigilia
Pascual) y en el NT la carta a los Efesios 5, 25-26 afirma: << Maridos,
amad a vuestras mujeres, así como
Cristo amó a la iglesia, y se entregó a
sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento
del agua por la palabra. >> Si partimos de los hechos de que el agua en
Juan es símbolo de la vida comunicada (brota agua del costado abierto del
crucificado que se derrama sobre el centurión) y de que Jesús es la Palabra de Dios encarnada,
entonces es válido afirmar que Jesucristo vino como Palabra vivificante (agua).
Por otro lado, la sangre simboliza también la vida pero en cuanto entregada
hasta la muerte por amor (brota también del traspasado).
Vivir
como resucitados significa entonces, adherirse de forma total a la Palabra
definitiva que Dios ha dicho en Cristo y entregar la vida como él la entregó
<< ámense los unos a los otros como
yo los he amado>>
Pero
ya me voy extendiendo demasiado en esta reflexión y quiero terminar mencionando
la imagen que Juan nos presenta en el cuarto evangelio acerca de Jesús
Resucitado como portador de las marcas de su pasión y revelándose en la
asamblea eucarística de la Iglesia. La intención de Juan no es dogmatizar la creencia
en la resurrección de Jesús como una burda revivificación del cadáver con todo
y heridas físicas. Más bien, la imagen es un recurso literario que pretende,
por un lado, afirmar la plena identidad entre el Resucitado (incognoscible en
su absoluta novedad) y el Jesús traspasado por los clavos y la lanza a causa de
su amor por los hombres y su fidelidad al proyecto del Padre. Así, el
Resucitado que otorga la paz/plenitud a su comunidad no es otro que aquel que
los amó hasta el extremo en la última cena y que les dio el mandato de hacerse
siervos los unos de los otros para que el mundo crea y creyendo, tenga vida en abundancia.
Gracia
y paz.
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