8 abril, 2012
Queridos hermanos y
hermanas;
Pascua es la fiesta de
la nueva creación. Jesús ha resucitado y no morirá de nuevo. Ha descerrajado la
puerta hacia una nueva vida que ya no conoce ni la enfermedad ni la muerte. Ha
asumido al hombre en Dios mismo. «Ni la carne ni la sangre pueden heredar el
reino de Dios», dice Pablo en la Primera Carta a los Corintios (15,50). El
escritor eclesiástico Tertuliano, en el siglo III, tuvo la audacia de escribir
refriéndose a la resurrección de Cristo y a nuestra resurrección: «Carne y
sangre, tened confianza, gracias a Cristo habéis adquirido un lugar en el cielo
y en el reino de Dios» (CCL II, 994). Se ha abierto una nueva dimensión para el
hombre. La creación se ha hecho más grande y más espaciosa. La Pascua es el día
de una nueva creación, pero precisamente por ello la Iglesia comienza la
liturgia con la antigua creación, para que aprendamos a comprender la nueva.
Así, en la Vigilia de Pascua, al principio de la Liturgia de la Palabra, se lee
el relato de la creación del mundo. En el contexto de la liturgia de este día,
hay dos aspectos particularmente importantes. En primer lugar, que se presenta
a la creación como una totalidad, de la cual forma parte la dimensión del
tiempo. Los siete días son una imagen de un conjunto que se desarrolla en el
tiempo. Están ordenados con vistas al séptimo día, el día de la libertad de
todas las criaturas para con Dios y de las unas para con las otras. Por tanto,
la creación está orientada a la comunión entre Dios y la criatura; existe para
que haya un espacio de respuesta a la gran gloria de Dios, un encuentro de amor
y libertad. En segundo lugar, que en la Vigilia Pascual, la Iglesia comienza
escuchando ante todo la primera frase de la historia de la creación: «Dijo
Dios: “Que exista la luz”» (Gn 1,3). Como una señal, el relato de la creación
inicia con la creación de la luz. El sol y la luna son creados sólo en el
cuarto día. La narración de la creación los llama fuentes de luz, que Dios ha
puesto en el firmamento del cielo. Con ello, los priva premeditadamente del
carácter divino, que las grandes religiones les habían atribuido. No, ellos no
son dioses en modo alguno. Son cuerpos luminosos, creados por el Dios único.
Pero están precedidos por la luz, por la cual la gloria de Dios se refleja en
la naturaleza de las criaturas.
¿Qué quiere decir con
esto el relato de la creación? La luz hace posible la vida. Hace posible el
encuentro. Hace posible la comunicación. Hace posible el conocimiento, el
acceso a la realidad, a la verdad. Y, haciendo posible el conocimiento, hace
posible la libertad y el progreso. El mal se esconde. Por tanto, la luz es
también una expresión del bien, que es luminosidad y crea luminosidad. Es el
día en el que podemos actuar. El que Dios haya creado la luz significa: Dios
creó el mundo como un espacio de conocimiento y de verdad, espacio para el
encuentro y la libertad, espacio del bien y del amor. La materia prima del
mundo es buena, el ser es bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que
es creado por Dios, sino que existe en virtud de la negación. Es el «no».
En Pascua, en la mañana
del primer día de la semana, Dios vuelve a decir: «Que exista la luz». Antes
había venido la noche del Monte de los Olivos, el eclipse solar de la pasión y
muerte de Jesús, la noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día,
comienza la creación totalmente nueva. «Que exista la luz», dice Dios, «y
existió la luz». Jesús resucita del sepulcro. La vida es más fuerte que la
muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio. La
verdad es más fuerte que la mentira. La oscuridad de los días pasados se disipa
cuando Jesús resurge de la tumba y se hace él mismo luz pura de Dios. Pero esto
no se refiere solamente a él, ni se refiere únicamente a la oscuridad de
aquellos días. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser creada.
Él nos lleva a todos tras él a la vida nueva de la resurrección, y vence toda
forma de oscuridad. Él es el nuevo día de Dios, que vale para todos nosotros.
Pero, ¿cómo puede
suceder esto? ¿Cómo puede llegar todo esto a nosotros sin que se quede sólo en
palabras sino que sea una realidad en la que estamos inmersos? Por el
sacramento del bautismo y la profesión de la fe, el Señor ha construido un
puente para nosotros, a través del cual el nuevo día viene a nosotros. En el
bautismo, el Señor dice a aquel que lo recibe: Fiat lux, que exista la luz. El
nuevo día, el día de la vida indestructible llega también para nosotros. Cristo
nos toma de la mano. A partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz,
en la vida verdadera. Por eso, la Iglesia antigua ha llamado al bautismo photismos, iluminación.
¿Por qué? La oscuridad
amenaza verdaderamente al hombre porque, sí, éste puede ver y examinar las
cosas tangibles, materiales, pero no a dónde va el mundo y de dónde procede. A
dónde va nuestra propia vida. Qué es el bien y qué es el mal. La oscuridad
acerca de Dios y sus valores son la verdadera amenaza para nuestra existencia y
para el mundo en general. Si Dios y los valores, la diferencia entre el bien y
el mal, permanecen en la oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que
nos dan un poder tan increíble, no son sólo progreso, sino que son al mismo
tiempo también amenazas que nos ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy
podemos iluminar nuestras ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden
verse las estrellas del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la problemática
de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y podemos tanto,
pero lo que va más allá de esto, Dios y el bien, ya no lo conseguimos
identificar. Por eso la fe, que nos muestra la luz de Dios, es la verdadera
iluminación, es una irrupción de la luz de Dios en nuestro mundo, una apertura
de nuestros ojos a la verdadera luz.
Queridos amigos,
quisiera por último añadir todavía una anotación sobre la luz y la iluminación.
En la Vigilia Pascual, la noche de la nueva creación, la Iglesia presenta el
misterio de la luz con un símbolo del todo particular y muy humilde: el cirio
pascual. Esta es una luz que vive en virtud del sacrificio. La luz de la vela
ilumina consumiéndose a sí misma. Da luz dándose a sí misma. Así, representa de
manera maravillosa el misterio pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y
de este modo da mucha luz. Otro aspecto sobre el cual podemos reflexionar es
que la luz de la vela es fuego. El fuego es una fuerza que forja el mundo, un
poder que transforma. Y el fuego da calor. También en esto se hace nuevamente
visible el misterio de Cristo. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye
el mal, transformando así al mundo y a nosotros mismos. Como reza una palabra
de Jesús que nos ha llegado a través de Orígenes, «quien está cerca de mí, está
cerca del fuego». Y este fuego es al mismo tiempo calor, no una luz fría, sino
una luz en la que salen a nuestro encuentro el calor y la bondad de Dios.
El gran himno del Exsultet, que el diácono canta al
comienzo de la liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro
detalle más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente a
la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En el cirio, la
creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay
una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de
los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye
la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia a
nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para
que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo.
Roguemos al Señor en
esta hora que nos haga experimentar la alegría de su luz, y pidámosle que
nosotros mismos seamos portadores de su luz, con el fin de que, a través de la
Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo entre en el mundo (cf. Lumen
gentium, 1). Amén.
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