1. Lecturas
Is 50,4-7: << Mi Señor me ha dado
una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada
mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me
abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me
apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante
ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por
eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
>>
Sal 21: << Al verme, se burlan de
mí, hacen visajes, menean la cabeza: "Acudió al Señor, que lo ponga a
salvo; que lo libre, si tanto lo quiere." Me acorrala una jauría de
mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero
tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Contaré tu
fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor,
alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel. >>
Flp 2,6-11: << Cristo, a pesar de su
condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y
así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió
el "Nombre-sobre-todo-nombre"; de modo que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua
proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. >>
Lc 22,14 ss; 23: << "He deseado
enormemente comer esta comida pascual con vosotros, antes de padecer"
>> *Para la lectura completa del evangelio, puede el lector seguir el
siguiente vínculo:
¿TRIUNFO SIN CRUZ?
Jorge Arévalo Nájera
En esta ocasión, dada la extensión de la lectura del evangelio de Lucas,
remitiré mi reflexión únicamente a la primera lectura, al salmo y a la segunda
lectura. Les recomiendo muchísimo el comentario del P. César Corres al citado
trozo evangélico.
Antes de abordar los textos correspondientes, me permitiré hacer una
brevísima contextualización que nos ubicará mucho mejor en la perspectiva
teológica que la Iglesia nos propone en las lecturas de hoy.
A todos nos apetece la clase de recibimiento que tiene Jesús al entrar a
Jerusalén, todos quisiéramos ser reconocidos y alabados como embajadores de Dios,
y está bien, finalmente los hombres necesitamos constitutivamente el
reconocimiento de los otros para formar una psicología sana y funcional en la
sociedad. En el capítulo 19 de Lucas, se nos presenta la escena evangélica que
da pie al inicio propiamente dicho de la Semana Santa y que da nombre a la
celebración de este domingo. Se trata desde luego de la entrada “triunfal” de
Jesús en la ciudad santa, donde es aclamado por las multitudes como rey y
embajador del Señor, lo cual es incuestionablemente un acierto teológico, pero
¿se corresponde la ortodoxia doctrinal de la proclamación con el significado
jesuano de su realeza? O dicho de otro modo, ¿cuando se proclama a Jesús como
rey se entiende lo mismo que él?
Me parece que dada la actitud de los discípulos ante las palabras del
Maestro, la respuesta es ¡no! A partir de su entrada en Jerusalén, Jesús inicia
su enseñanza sobre la necesidad de la pasión, más aún, la forma concreta de su
entrada es ya un signo profético que anuncia su tipo de mesianismo y realeza
(la imagen del borrico es la de uno que carga los pesados fardos que
correspondería llevar al amo. La cristiandad primitiva hace uso de la imagen de
este animal para representar a Cristo, que lleva sobre sí los pecados de los
hombres), Jesús anuncia también la destrucción de la ciudad y del templo, la
destitución de Israel como pueblo elegido, la persecución de los discípulos, la
gran tribulación y su parusía. Su predicación tiene tintes poco triunfalistas y
es decididamente anunciadora de un camino de entrega, sufrimiento y
destrucción. En este marco deben situarse no solo el trozo evangélico que hoy
se proclama, sino todos los textos que forman la liturgia de la Palabra.
Isaías empieza poniendo el dedo en la llaga: presenta
la figura del siervo doliente (una figura mesiánica que ciertamente no gozó de
las preferencias en la imaginería israelita acerca del Mesías esperado, pero
que Jesús tuvo el mal gusto de elegir para configurar su camino salvífico).
Podemos entresacar algunas características de este personaje paradigmático
(modelo a imitar):
1.-Se le ha sido dado el don de hablar una palabra capaz de confortar al
abatido. ¡Resulta que las aparentemente desoladoras palabras de Jesús tienen
como objetivo confortar al abatido! ¿Cómo puede el anuncio de la necesaria
pasión provocar consuelo en el que se siente derrotado bajo el peso del
sufrimiento o el sinsentido de la vida? Aquella palabra que Dios pronunció en
los tiempos primordiales y que generó vida, cosmos y creación es la misma que
encarnada alienta al abatido para crear en él mundos nuevos, abrir horizontes
de esperanza y hacer posible el sueño de la vida definitiva. Solo que en la
nueva economía del Padre (su proyecto de salvación incidente en la concreción
de la vida humana) esa palabra se define
y clarifica, muestra un rostro, un cuerpo perceptible que revela nítidamente el
misterio de Dios, del hombre y de todo lo creado.
En un momento dado, en la
Palestina del siglo I de nuestra era, Dios, en la persona de Jesús de Nazaret,
literalmente caminó, habló palabras humanas, miró por vez primera la creación
con ojos humanos, lloró conmovido por un amigo y todo esto ¡sin dejar de ser
Dios por un solo instante! Por lo cual, todo el conjunto de su vida, cada
acción y palabra pero también toda quietud y silencio revelaban al Dios único y
verdadero. Por ello, siendo que Dios en todo momento “quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” la persona de Jesús
es ya juicio para el mundo, signo que exige toma de postura sin dilación,
salvación o perdición según la opción libre del hombre.
Es cierto que a primera vista parecen palabras de mal augurio, pero
esconden la única verdad capaz de vencer al mal y llevar al hombre a su destino
final en el encuentro con aquel que le ha creado musitando su nombre desde el
principio. ¡Entrega que permite recuperarse a sí mismo! ¡Pérdida que genera
ganancia! ¡Muerte que deviene en vida! ¡Dolor que se vive con gozo!, palabras
que suenan a locura a los oídos aún
sumidos en los criterios del mundo pero que tienen sabor a eternidad para el
que cree.
2.- La capacidad de escucha y la obediencia son
también características esenciales del siervo. La Palabra resuena en la
historia, pero sólo los siervos la escuchan. La Palabra marca el camino pero sólo
los que la escuchan lo siguen. La disposición a la escucha es cotidiana porque
la Palabra es irrepetible y siempre nueva para el que la escucha con el
corazón. Solo que dicha escucha trae consecuencias, la Palabra no es inocua, es
siempre fuerza desgarradora que lanza a la loca aventura del amor, es potencia
trastocadora que enloquece y quema hasta los huesos.
Cuando la Palabra es escuchada, no permanece inactiva sino que arrebata
al escuchante en un torbellino apasionante ante el cual no es posible oponer
resistencia. Sólo entonces aparece coherente y clara la verdad del evangelio: la
mansedumbre como único camino ante la violenta adversidad de los opositores al Reino. “Endurecer el
rostro” (reafirmar decididamente la actitud) de cara a la esperanza en que
finalmente Dios ejercerá su justicia es la forma de ser del creyente en el Dios
de la Biblia. Arredrarse ante la aparente imposibilidad de vivir los valores
del Evangelio es de pusilánimes y faltos de fe, es evidenciar la falta de
esperanza y lo que verdaderamente abriga su corazón ¡el poder y la violencia
son los auténticos señores a los que sirven!
El
Salmo 21 es uno de los cantos
bíblicos más desgarradores con los que el creyente proclama la realidad de la
fe, un fe que no exime al creyente de las dificultades propias de la vida y
mucho menos de la conflictividad inherente a la vida evangélica que se
confronta necesariamente con un mundo no solo distinto al Reino de Dios sino
inclusive antagónico. Cómo quisiéramos que la confianza depositada en el Señor
funcionara como una especie de “campo protector” que rechazara los embates de la adversidad y
los enemigos.
Pero la realidad es que aquel que ha confiado en el Señor se ve rodeado
por rabiosos perros que esperan el momento oportuno para hacer pedazos al
seguidor de Dios, e inclusive su dignidad (la túnica) está en juego, todo lo ha
perdido. Sin embargo, la fuerza de su fe le permite creer contra toda evidencia
y lanzarse al abismo de la noche oscura confiando solamente en aquel que un día
le ha dirigido su Palabra.
Sabemos que el Salmo no termina en la incertidumbre de saber si Dios va
o no a rescatar a su siervo, pero a propósito y en el tenor de la línea
teológica que hoy se quiere resaltar, se deja al escuchante de la Palabra como en un
suspenso dramático que motiva a escuchar la lectura siguiente para responder al
interrogante suscitado: ¿Salvará Dios a su siervo?
La segunda lectura es impresionante, La Carta a los Filipenses recoge uno de los himnos cristológicos más hermosos de todo el Nuevo
Testamento y que realmente deja a la asamblea anonadada, con el alma en un hilo
y desfalleciente, y no es para menos. Es imposible desarrollar todo el
contenido teológico y espiritual del himno, por lo que solamente abordaré la
primera intuición.
Si el discípulo esperaba que Dios actuara mágicamente rescatando a su
siervo de las garras del mal que le estaba destruyendo, se llevará una fuerte
decepción. Por difícil que pueda resultar aceptarlo, Dios salva abajándose él
mismo “Cristo Jesús, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las
prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a
sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres.”
Aquí es necesario hacer una pausa, tomárselo con calma, respirar profundo y
meditar el significado del texto. Estamos quizás demasiado acostumbrados a
escuchar desde la infancia frases como “el Hijo de Dios se hizo hombre”, “Jesús
dio la vida por nosotros”, que se han convertido en una especie de “cliché” o
fórmula doctrinal ya carente de todo significado para el creyente actual, no
porque en sí mismas este tipo de fórmulas con carácter dogmático no sean
totalmente ciertas o carezcan de vigencia, sino porque a fuerza de repetirlas
mecánicamente las hemos vaciado de su sentido, ¿Cómo es que Dios actúa para
salvarnos? Y por lo tanto, ¿Cómo es que el discípulo debe afrontar su llamado a
ser vehículo de salvación para el mundo?
Ante el sufrimiento que indefectiblemente la vida natural y sobre todo
la evangélica trae consigo, somos invitados no a elaborar intrincadas teorías
acerca de una imposible teodicea (armonización de la bondad y omnipotencia
divina con la realidad objetiva del sufrimiento humano) sino a sumergirnos
vivencialmente en el misterio del Hijo que poseyendo todas las prerrogativas
divinas, se hizo nada (se anonadó) asumiendo la condición de siervo y
haciéndose semejante a los hombres.
Hoy iniciamos litúrgicamente un camino de reflexión e introspección para
configurarnos en el camino que el Verbo eterno ha hecho con el único fin de
llevar a la plenitud a la creación entera y este maravilloso himno cristiano no
solo es cristológico, sino también profundamente eclesiológico y por lo tanto
paradigmático para el discípulo, que está llamado a ser “alter Cristus”, otro
Cristo en medio del mundo.
El texto nos revela el único itinerario que lleva a la plenitud humana: la
primera intuición espiritual es tremenda, ¡Hay que abandonar toda supuesta prerrogativa
o derecho! Esto es de lo más difícil en la vida cristiana, normalmente
encaramos la realidad y los retos que representa la vida con un presupuesto;
¡Tenemos derechos que defender! Y las relaciones con los otros se supeditan a
que ellos reconozcan y respeten esos derechos.
Podríamos decir que la base para una sana convivencia entre los hombres
es ese reconocimiento y respeto. Y sin embargo, según los escritos del Nuevo
Testamento ni Jesús ni los cristianos pensaban así, para ellos es claro que la
única manera de acabar con el mal y posibilitar la entronización de Dios en la
facticidad histórica es precisamente el cambio total en la mentalidad, la
inversión radical de los valores y principios que rigen la interrelación
humana. Desde luego que esto implica el desmantelamiento total de una
cosmovisión que permite al hombre entenderse a sí mismo y a la realidad que le
rodea. Claro está que esto no significa dejar la mente “en blanco”, eso es
utópico e innecesario, más bien se trata de absolutizar los valores del Reino y
relativizar lo que de bueno tiene el mundo.
En esta perspectiva, no niego desde luego las bondades que el
establecimiento de los derechos humanos aporta al concierto de las relaciones
humanas, lo que digo es que según el N.T esos derechos deben ser defendidos
para los otros, pero el cristiano está más allá de esos derechos, él vive ya en
la libertad de los hijos de Dios y por ello puede desprenderse de lo que
constitutivamente le corresponde con tal de generar vida nueva en los demás.
Poner la otra mejilla, perdonar setenta veces siete, orar por el que nos
ofende, responder con un bien a todo mal recibido, entregarle la túnica al que
te pleitea por el manto, son todas ellas formas concretas de renunciar a las
prerrogativas humanas. La lógica humana indica que en defensa de nuestros
derechos, deberíamos al menos oponer resistencia a ser golpeados, a perdonar
si, pero a condición del cambio de actitud por parte del ofensor, a reservarnos
el derecho de pedir el favor de Dios para aquellos que nos congratulan, a por
lo menos retirar el habla y clausurar la relación con el que nos ha hecho algún
mal, a acudir a la protección policíaca para evitar que nuestras pertenencias
sean robadas, etc.
Y sin embargo, la espiritualidad cristiana es un mirar con Jesús, más
allá de uno mismo y de la mera apariencia para atisbar en el abismo del otro,
que muestra (precisamente en su manera de pasar por encima de mis derechos) su
debilidad y urgente necesidad de descubrirse amado, contra toda lógica y
cordura. Quizás algún día esta loca manifestación de un amor que hinca sus
raíces en la eternidad le permita escapar del asfixiante cerco de la violencia
para penetrar en la experiencia de la libertad y la paz que está más allá de
todo entendimiento humano.
El triunfo del cristiano no puede darse sin la experiencia de la cruz,
la pascua sólo es posible como fruto de la renuncia y la entrega de aquello que
constituye su primer y más importante derecho: ¡la vida!
Gracia y paz.
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